Un día de diciembre de 2001 llegué a Santiago de Chile con Paula. Lo que nos llevaba allí era mi presentación a su abuela adorada, como novio de la nieta menor. Otro sujeto me había precedido unos tres años antes, sin éxito. Yo no estaba ansioso, pero sabía que la palabra de la dueña de casa tendría un peso considerable en lo que yo traía en mis alforjas: volver a Buenos Aires con el anuncio de mi casamiento, que yo había decidido ya después de mi primera salida con Paula un año antes.
Así pues, entré a la casa y allí estaba, muy señorona y elegante, la Abuelita Cupy de la que tanto me habían hablado. La abrazó a Paula y me acerqué a la antesala de la cocina. Me dio un beso, me miró rigurosamente a los ojos y le sonreí. Eso fue todo: una vez que me hube alejado a la sala para dejarla sola con su nieta, se dio vuelta y le dijo a Paula: "Tú te tienes que casar con este muchacho". Al igual que Rosko, me había reconocido.
Yo no había tenido la fortuna de contar con abuelos que acompañaran el hallazgo de mi vida en el famoso colectivo. Paula, en cambio, me había hablado durante todo el año de su abuelo librero, Vicente Galaz, que se había marchado un par de años antes y la había dejado sumida en la tristeza. Y también me había anunciado que conocería a la otra mitad: la Abuelita Cupy, que vivía del otro lado de la cordillera con los recuerdos felices del marido que tanto la había cuidado y querido.
Desde aquel día en que por fin nos conocimos, la adopté como abuela y ella me adoptó como nieto varón, en un pacto tácito y feliz. Cocinó para nosotros día y noche, exultante de contar con un comensal que repetía todos sus platos y jamás le decía que no, aunque terminara durmiendo una pesada siesta en el sofá de la sala. Ya en la primera mañana, prácticamente me había obligado a tomarme tres o cuatro "cola de mono", singular aperitivo que yo nunca había probado y ella había preparado especialmente para recibirnos.
Con la Abuelita Cupy entré algo nervioso, un año más tarde, a la iglesia donde esa noche me iba a casar, mientras le explicaba que en la Argentina, la madrina de la novia (o sea, ella) debía esperar con el novio en la sacristía, en lugar de ingresar por el pasillo central como se hacía en Chile y quería ella.
Cupy disfrutó esa boda como una reina madre, resplandeciente de alegría y muy a gusto en su papel protagónico. Con sus 92 años, bailó hasta las tres de la mañana con una sonrisa permanente, muy serena, nunca estruendosa. Se había mandado hacer un vestido, que por supuesto no terminó de conformarla.
Un año y medio después nació la preciosa Sofía, y allá fue Paula, allende los Andes, a enseñarle a nuestra primera hija. Y detrás de ella fui yo, de sorpresa, en complicidad con la Abuela, que me abrazó feliz de nuevo en su casa.
Dos años después volvimos, con Valentina. Cupy se movía en silla de ruedas, y así la llevamos a pasear por el Mercado Viejo de Santiago, donde casi se me cayó de la silla cuando le erré el cálculo con el cordón de una vereda. "Esto no es lo tuyo", me retó. Pero paladeaba cada instante con nosotros, sus nietos y bisnietas, mostrándonos el lugar donde había vivido con Vicente mucho tiempo atrás y eligiendo su plato de mariscos en el restaurante. Una mañana la ayudé a caminar alrededor de su jardín unos minutos, y me sentí muy contento.
En ese viaje, que cada vez nos costaba más hacer, Paula se quedó con las chicas en lo de Marie-Chantal, la prima que tanto cuidó de la Abuela en estos años, y yo dormía en la casa con Cupy. Dos detalles de esa estadía me han quedado, el uno en la memoria, el otro en mi pecho.
El primero fue mi despedida de la Abuela, en la madrugada en que me marché solo al aeropuerto. En ese abrazo, en la quietud absoluta del alba, sentí que era mi último encuentro con ella. Tal vez Paula volvería con la prole, pero no podríamos pagar un pasaje para todos en los siguientes años. Le dije a Cupy que la iba a llamar cuando llegara a casa, que se cuidara y que la quería mucho, y no dijimos nada más. No era necesario. La dejé en penumbras, cerré su puerta lentamente y me fui.
El segundo detalle que me ha quedado de ese, mi último viaje para ver a la Abuelita, fue el objeto que me dio y cuelga de mi cuello cada jornada. Es la cruz que había usado su adorado Vicente a lo largo de su vida. Es la que me recuerda cada mañana que cargo con el legado que ellos me dejaron, en la pequeña oración que ella pronunció el día que me la colgó solemnemente ante los ojos de Paula.
Hace un mes, después de la llegada de Pedrito, la buena hermana Karin, que había venido de Hamburgo, invitó a Paula y los tres pequeños a ir a Chile una vez más, a ver a la Abuela, que estaba ya muy pachucha. Me quedé en Buenos Aires, porque no teníamos el dinero para que yo fuera y había que preparar el bautismo de Pedro, que sería en dos días. Cupy me lo reprochó por teléfono, pero traté de explicarle que realmente no había podido ir. Y sentí que ella tenía razón, que yo debería haber ido aunque fuera en micro, pese a saber que era racionalmente imposible.
Hace una semana fue Sofía la que me dijo que yo "tenía" que ir a Chile a ver a la Abuelita. Nuestra hija mayor tiene cierto don para anunciar cosas, como cuando afirmó muy tranquila que Paula estaba embarazada y que era un varón. Esta vez me llamó la atención su insistencia en el tema del viaje a Chile, pero pasé de largo. Y el domingo, de repente y de la nada, se me vino la Abuela a la cabeza. Nada dije a mi mujercita. En la madrugada del lunes sonó el teléfono, el que siempre temíamos.
Cupy fue mi abuela adoptiva, y sonríe sabia en recuerdos felices que no mueren nunca. Su vida no fue color de rosa ni en sus inicios ni en su epílogo, y sin embargo exprimió cada gajito de alegría y sobrellevó cualquier contratiempo que le fue dado con una firmeza a toda prueba. Ayudó a Paula a crecer en días complicados, y me ayudó a mí a ser lo que Paula necesitaba que fuera.
Ahora que la Abuelita ha concluido su larga labor y se ha retirado, Chile ya no es Chile y el pisco sour ya no sabe tan fresco. Pero alguien sonríe, porque la esperaba y ha vuelto a verla, y pasea con ella de la mano, silbando bajito y arrojando migas a los pájaros mientras ella se arregla coqueta el peinado.
Mientras tanto, Paula y yo nos hemos quedado con el alma a media luz, aunque sepamos que no hay tiempo para lágrimas y tres hijos nos reclaman con su sonrisa infantil. Entonces sentimos que una fuerza nueva nos viene de adentro y nos ponemos a jugar con ellos, serenos y alegres: allí está, en nosotros, la eterna Abuelita Cupy.
29 de mayo de 2008
MI ABUELA CUPY
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4 comentarios:
Lo siento.
Me cuesta pensar que un pedazo de mi vida ya quedó atrás. Chile era para mí la parte más feliz de mi infancia.
Tres meses al año nos ibamos a visitar a mis abuelos que nos recibían siempre con toda la alegría y el amor que se puedan imaginar. Nos quedábamos en su casa la mayor parte del verano y ahí nos la pasábamos leyendo, jugando a las cartas y yendo a pasear por los hermosos parques que tiene Santiago (aunque ahora con el smog no se disfrutan tanto como antes). También había un par de paseos obligados de cada año, el abuelo me mostraba la universidad y me decía que tenía que estudiar, y me llevaba a la iglesia; y siempre tenía historias de más divertidas para contarnos con lo cual el tiempo se pasaba volando.
Mi abuelito estaba siempre sonriente y con un silbido que inundaba la casa, la abuelita haciendo cosas ricas en la cocina, todos los días un menú especial para agasajar a sus seres queridos (y todas las recetas con un secreto que se llevó con ella y que hacía que la comida fuera diferente).
También nos ibamos unos días a Maitencillo, a disfrutar de la arena y el mar, una playa que en ésa época no era nada conocida y que era un paraiso. Solo pescadores, la gente del lugar y unos pocos veraneantes como nosotros. La psábamos super bien. Una vez el abuelo agarró para nosotras una pelota que tiraron de un hlicóptero, era de una propaganda de crush ¡qué emoción! Pelota nueva de color naranja, y el abuelo un atleta gloriosos corriendo por la playa para buscarnos el gran premio!!!
Ellos también venían cada año a Buenos Aires de visita y por supuesto se quedaban en casa. Y cada año llegaban con una valija llena de sorpresas para la nietas, lo que más me acuerdo es que la abuelita siempre nos compraba pijamas y batas bien coquetas, porque ella siempre estaba hermosa, hasta cuando se levantaba se ponía toda linda! Y otro regalo que me quedó grabado en la memoria fue un huevo de pascua que no era de chocolate, era todo rosa (imagino que me gustaba tanto el rosa como a Sofía y a Valentina ahora, por eso me acuerdo tanto?!)y adentro tenía una muñeca, ése fue especial del abuelo para mí:)))
Mis abuelos me enseñaron muchas cosas como comer helados sin hacer enchastre, limpiarme bien al ir al baño, comerme toda la comida aunque no tuviera más hambre... pero lo más importante que me dejaron fue el amor en su más perfecto significado: la entrega total al otro y ese deseo permanente de hacer todo lo posible y lo imposible para que el otro sea feliz.
Pienso en lo felices que deben estar ahora que están juntos y me da mucha emoción y alegría por ellos. Pero cuánto los extraño!!!!
Los quiero muchiiiiiiiiiiiiiiiisimo!!!!!!!!!!!!!!!!!
Paulita
Bambi, lamento mucho lo de Cupy, auqnue leyendo estas líneas me dan muchas ganas de envejecer como ella y hacerme querer por todos, como lo hizo ella. Gente así es la que vale la pena conocer y sacar a la luz! Me alegra que hayas tenido la posibilidad de conocerla y recibir su amor!!
Conmovedoras tus palabras...sin comentariosw
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