28 de febrero de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA XI

¿Cómo seguir cuando uno ya sabe lo que ha de suceder? ¿Qué habrías hecho, amigo lector, en mi situación? ¿Cómo interpretar el papel de muchacho inofensivo y gentil, que no trae en sus alforjas más que una noche casual en un enero cualquiera?

Frente a mí tenía a quien yo había buscado, consciente o no, desde mi llegada al mundo, aún en mis primeros gateos. Pero ella lo ignoraba, y yo pretendía poner barreras a mi hallazgo. Surgían las dudas de esa, la mía, la humanidad escéptica y nihilista, la que resistía el embate irónico de la realidad más pura y cristalina, tan pura como la luna que colgaba en el techo de Palermo Viejo mientras la historia dictaba su inminencia.

Y así, en mi laberinto interno, seguí el juego. Cerró el bar ("Utopía", el lugar que no existe) y la charla siguió. Ninguno de los dos quería que se terminara la noche así nomás, y caminamos por Serrano hasta Charcas y de allí hacia Uriarte. Media cuadra antes de llegar a su edificio le pregunté si quería que la acompañara a sacar el perro, y ella me dijo que sí. Así pues, esperé en la puerta de calle a que ella bajara con él en el ascensor.

Es necesario decir que yo nunca había tenido perro y mis experiencias al respecto estaban marcadas por el trauma de haber sido atacado por ellos en dos o tres ocasiones. No era que me hubieran mordido, pero en mi temprana infancia un par de ellos me habían saltado y tirado al suelo, lo cual había constituido para mí una agresión y merecido mi condena a través del llanto inconsolable.

Por ende, esperaba el encuentro con el perro de Paula con cierta ansiedad. El ascensor bajó y él salió, grandote y dorado en su momento rutilante de reinado absoluto sobre la noche. Vino hacia mí, me olfateó pies y rodillas y se dirigió a la puerta del edificio para disponer la salida, conforme.

Así pues, dimos una vuelta, con él suelto y feliz. "Qué lindo que es", le dije en el colmo de la obviedad. "¿Viste? Es perfecto", me respondió ella orgullosa. Y fuimos por Uriarte hasta Guatemala, y de allí a Thames y de allí a Charcas para regresar al punto de partida. Creo que no nos cruzamos con una sola persona. La calle y la noche eran nuestras.

¿Y cómo despedirse? Yo tenía ganas de abrazarla y decirle quiénes éramos, pero la cabeza tenía el control y me ordenó guardar silencio. Beso en el cachete, promesa de segunda vez, mimo al perro y a otra cosa. Y me alejé hacia la esquina y ella se metió en su edificio.

Y así llega la hora de que escriba que te llamabas Rosko. ¿Y qué hiciste, Rosko, perro fiel? Mientras me disponía a cruzar la calle y tu dueña te esperaba con la puerta abierta para irse a dormir, corriste. Viniste hacia mí y empezaste a saltar y hacer fiestas. Y creo que se lo anunciabas a ella: "¡Es él!"

"¡Rosko, te vas con cualquiera!", te gritó Paula, y quise decirle quién era yo, pero no lo hice. Vos y yo nos entendimos sin palabras, y regresaste con tu dueña, sabio y sereno.

Volví a mi casa lleno de verdad.

Al día siguiente, bajo un fresno porteño, alguien halló un manojo de miedos marchitos y una sombra abandonada por un dueño anónimo.

21 de febrero de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA X

Durante los 30 años anteriores a mi encuentro con Paula, y especialmente entre los 15 y los veintipico de edad, yo había pensado que conocería a la mujer de mi vida en circunstancias cuasimilagrosas, providenciales, ajenas a toda lógica humana y originales en sí mismas. Y también había supuesto que la reconocería al instante, porque en algún rincón secreto de mi ser dormía la respuesta plácida a mi pregunta urgente.

Con los años de noche, ensayo y baldosa, esos sueños se fueron desvaneciendo, y razoné (¡ay, la razón, que quiere resolver todo!), que la mujer llegaría algún día, a bordo de alguna rutina de encuentro en un boliche o una fiesta, o vulgar cita a ciegas, o presentación previsible. Yo no era más o menos humano que cualquiera de los otros miles de millones sobre el mundo.

Pero la vida y el Barba tienen esas cosas, ese afán de reirse de los mejores planes y los raciocinios más brillantes o más grises. En mi caso, el encuentro había ocurrido en un colectivo con proa a un milenio nuevo, pero yo aún no lo sabía. Lo supe en el instante que voy a relatar.

Mi narración vuelve, pues, a ese barcete frente a la placita, entre mesas vacías y sillas apiladas. Ofrece la noche su manto de intimidad. Alguna araña teje su tela laboriosa en un rincón del techo. Una polilla aletea a distancia prudente, entregada a la luz. Y esa mujer cuyo apellido ignoro me habla y yo le contesto, y ella sigue hablándome de algo que yo hace rato que no escucho y le preguntaré otro día, más adelante, cuando haya tiempo de mirarla un poco menos.

Y de repente ella me dice que va a ir al baño y se levanta, y se aleja con su vestidito blanco por entre las mesas silenciosas, rumbo a una puerta también silente, cercana a la barra desierta.

Y es entonces que el rayo cae sobre mí, fulminante, como un latigazo que acaricia. La verdad se revela, prepotente. El misterio se desploma, rendido y estruendoso. Se acaban los libros, se dan vuelta las cartas, descienden las estatuas de sus pedestales. Todo se detiene: la luz, el viento, la sangre. Las guerras, los tambores.

Es ella.

Es el preciso instante del segundo nacimiento, cuando Alguien le grita al corazón: "Es ella".

No hay lógica en esto. La razón se congela y cede su lugar, sabia al fin, a la certeza desnuda de una intuición perfecta. Es la pura verdad proclamada desde las entrañas, desde el ser que encuentra su fin en esa figura y la atrapa en la conciencia del hallazgo. No hay defensa posible ante esa voz inequívoca que me lo está gritando insolente.

Es ella.

Cuando Paula volvió a la mesa, ignorante del rayo, yo ya la había reconocido.

13 de febrero de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA IX

Con el silencio por toda respuesta, me fui a una estación de servicio de esas donde paran los taxistas a comerse un choripán, a una cuadra de allí, para llamarla al celular. Marqué su número y de inmediato atendió ella: "Estoy en casa, es que salí más tarde del trabajo".

Así pues, volví a tocar el portero y bajó, envuelta en un vestidito blanco angelical, bien veraniega. La saludé y tiré la primera: "Tenés el mismo perfume que en el colectivo".

Fuimos, por segunda vez en el día para mí, a "Beckett". Le dije que allí hacían gazpacho, pero al llegar resultó que el cocinero ya se había ido, así que ella se pidió una tarta de queso (o "cheese cake") y yo una Coca. Empezamos a hablar, y hablar, y hablar, y hablar. Yo le hacía preguntas y ella respondía, y yo clavaba la vista en sus ojos y ella bajaba la mirada. La verdad es que escuché la mitad de lo que me dijo, porque no hacía más que mirarla. Sus ojos, su expresión grave, me cautivaban.

Ella dice que estaba muy nerviosa por mi silencio y mi mirada, y de tan nerviosa que estaba yo me fui comiendo la tarta que había sido pedida para ella. Finalmente cerraron, y nos fuimos a otro bar, "Utopía", en la placita de Palermo Viejo. No había nadie, la noche de domingo ya era avanzada. Y al entrar, misteriosamente, sonaba una frase de la canción de Maná: "Ana se irá algún día, se irá para siempre. Ana se irá de este mundo, se irá al jamás". Cuando entramos no sonaba otra parte de esta canción. Sonaba esa.

Nos sentamos a una mesa de madera, entre sillas apiladas y dadas vuelta sobre las demás mesas. Pedimos un par de Cocas y seguimos hablando. Ella me contaba de su familia, su mamá en Tarragona, su hermana mayor en Hamburgo, su hermana menor en Caseros, sus primos en Calzada, su abuela en Santiago de Chile, su tío en Alsacia. Yo le contaba acerca de mis antepasados holandeses, irlandeses, españoles, cubanos y norteamericanos. Y así pasaban los minutos, plácidamente en ese rincón extraño de la semana.

Lo que voy a contar sucede una sola vez en la vida, si es que sucede. A mí me sucedió.

9 de febrero de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA VIII

Le dije a Ana de vernos por ahí para tomar algo y charlar un poco. Ella me pidió, por primera vez en mucho tiempo, que no la llamara en los siguientes tres meses, que le gustaba saber de mí pero que cuando iba a algún boliche o hablaba con otros muchachos se acordaba de mí, y que no podía seguir así. Yo le dije que no me parecía que fuera incompatible vernos y seguir con nuestras vidas, que de hecho yo salía con otras chicas y eso no quería decir que no pudiera tenerle aprecio a ella. Pero no hubo caso, y no tuve más remedio que aceptar su pedido. Por tres meses dejaría de llamarla. Fue la última vez que hablamos por teléfono, y apenas 36 horas después ni siquiera me preguntaba qué pasaría cumplido ese plazo, porque mi biografía había virado su rumbo por completo, y por decisión propia.

De todas maneras, no puedo negar que esa tarde de sábado estuve triste, y me fui a caminar por ahí. Me metí en el bar "Beckett", mi refugio en Palermo Viejo, y garabateé algunas líneas dedicadas a ella, donde expresaba mi desazón. Nunca las leyó.

De regreso del bar llamé a una muchacha que me había dado su teléfono la semana anterior, pero no estaba en su casa. Se suponía que íbamos a salir, pero al parecer le había salido otro programa mejor. Entonces me fui a comer pizza a "Los Inmortales" con otra que a su vez me hablaba de sus propios problemas. Volví a casa tarde, bien tarde, como un retazo olvidado de la noche sombría.

Al día siguiente, día de hallazgo, día de milagro inesperado y rayo fulminante, me fui de nuevo a "Beckett" a tomar algo con mi amigo Dido. Él se fue y yo me quedé un rato más, oyendo el disco que siempre le pedía a mi moza amiga. Después tomé por la calle Uriarte e investigué la fachada del edificio donde vivía la chica del colectivo, nomás para ir haciéndome una idea. Tal vez un perro labrador me adivinó desde aquel balcón.

Llegó, pues, la noche del domingo 14 de enero de 2001. Remera negra, jeans y zapatillas. Me tomé el 152, bajé en Güemes y Serrano y caminé hasta Uriarte 2284. A las once en punto, tal como habíamos quedado, toqué el portero eléctrico. Pero nadie contestó, porque ella no estaba.

7 de febrero de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA VII

Aquel 1 de enero volví a mi casa a las seis de la tarde. Nadie había en ella. Mi hermana Teresa se había ido a un campo y mi hermano Fernando había dejado un mensaje preocupado por mi larga ausencia. Por la noche llamé al número que me había dado la chica (por aquel entonces ya era Paula en el papelito de mi billetera) y confirmé que era correcto, dado que me atendía su exquisita voz en el contestador. No dejé mensaje alguno.

Le conté por mail a mi prima Dolores, de Barcelona, acerca de la historia del colectivo. "A lo mejor los Reyes te dejaron ese regalo", me contestó.

El primer naipe del castillo había caído, y los demás empezaron a hacerlo inexorablemente. Hablamos en la semana por teléfono, aunque no logramos ponernos de acuerdo para vernos. Ambos estábamos en épocas movidas, con agendas nutridas. El viernes siguiente salí con una muchacha de Parque Chacabuco, hincha de Huracán la pobre. Me pidió que la llevara a un bar con aire acondicionado y terminamos en uno de Puerto Madero donde todo era carísimo. Volveré a hablar de ella. A la noche siguiente fui con Arturo y Dido, dos amigos, a un bolichito de San Telmo, donde me tomé un Legui y obtuvimos algunos teléfonos. Nada del otro mundo.

Vino después la segunda semana de enero, y con ella el viernes siguiente. Había quedado con Paula en que la llamaría para salir, pero antes fui con Dido a tomar unas copas a un lugar del que hablaré más adelante. Del locutorio de enfrente la llamé y me dijo que estaba con sus amigotes del trabajo en su casa, que me fuera para allá. Por supuesto le dije que no. No iba a participar de una "reunión de amigos". Me insistió e insistí en mi negativa. Me dijo de vernos el sábado a la tarde, pero tampoco quería verla de tarde sino de noche. El sábado a la noche ninguno de los dos podía, así que finalmente quedamos en vernos el domingo y me fui a bailar a un boliche de Recoleta.

Yo había tenido una novia, Ana, con la que había cortado un año y medio antes, pero a la cual seguía viendo de tanto en tanto. La verdad es que la seguía queriendo aunque supiera que no era ella la mujer de mi vida, y me gustaba encontrarme con ella, tomar algo y ayudarla en lo que pudiera. Resistente al destino, el sábado 13 de enero la llamé y le dije de vernos.