18 de mayo de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA - EPÍLOGO

Mi relato ha recorrido los días que pasaron desde el 31 de diciembre del 2000 hasta el 20 de enero del 2001. De aquella noche del 20 solo cabe agregar que después de pagar la cuenta en "El Café de la Esquina", nos fuimos a "Dalí", un bolichín que estaba donde ahora se encuentra "Downtown Matías", a una treintena de metros de la Basílica del Pilar, donde nos casamos el 1 de noviembre de 2002. Con el sol del 21 bostezando sobre su colchón de agua, la dejé en su casa y me tomé un taxi a la mía, feliz.

Ya he escrito que en nuestra primera salida, el domingo 14 de enero, la verdad me había sido revelada. Paula tardó un poco más en darse cuenta de lo que había sucedido. Pero era de esperar: la perfección plena y completa siempre resiste el afán de la torpe realidad.

Un año exacto después de aquella noche milenaria, el 31 de diciembre del 2001, en Santiago de Chile, le pedí de rodillas que se casara conmigo. Estábamos allí visitando a la abuela de Paula, Cupy, quien al minuto de conocerme le había dicho a Paula por lo bajo: "Tú tienes que casarte con este muchacho".

Nuestra fiesta de casamiento tuvo lugar en el Club de Pescadores, exquisito y simbólico lugar sobre el Río de la Plata. La luna de miel tocó Ushuaia, El Calafate, Puerto Pirámide y Villa La Angostura, a lo largo de 23 días.

El 25 de marzo de 2004 nació Sofía. El 8 de febrero de 2006 lo hizo Valentina. Y algún día vendrán más.

Cada 31 de diciembre, por lo tanto, el mundo festeja algo que para nosotros está en un segundo plano. No es el nuevo año lo que nos lleva a chocar las copas, sino el milagro de una noche en que todo conspiró para que nos encontráramos. Yo soy un afortunado, porque tengo una mujer que me quiere y acepta mis defectos como parte inescindible de mí. Sin ella y sin ellos, yo no sería yo.

Cada mañana, al levantarme, trato de conquistar a Paula como si estuviera descubriéndome en el colectivo, tratando de usar mi mejor morisqueta y mi chamuyo más efectivo, con la fuerza, la alegría, el humor y la sabiduría que dispongo en módica medida. No es fácil convivir con alguien que te hace sentir como un ladrillo frente a una flor, pero de eso se trata: de ser complemento, de que nunca te digan "Qué divino" sino "Qué humano".

A Paula dedico este relato, y a los lectores agradezco por su comprensión para con los límites que la palabra impone en la descripción de ciertos sentimientos y certezas.

Por último, gracias al Amigo, cuya carcajada atronadora creí reconocer en medio de todo aquello.


Hubo un instante en que todo se detuvo
La luz, el viento, la sangre,
las guerras, los tambores.
Nadie cerraba las puertas, no las había.
Las monedas no brillaban, nada valían.
El reloj se confundió con el caos
de un desierto florecido.
El tiempo es un capricho del Amigo.
Todos yacían, sin ayer, ni hoy, ni mañana.
Tenues ojos contemplaban el sino
Que moldearía sus juegos y sus nanas.

Hubo un instante de mundo detenido
un temblor de silencio decisivo
cuando el abismo se ofreció, generoso y puro
al peregrino, emboscado en su recinto.
Y alguien negó la sal por vez primera
y pasó de largo la ráfaga amarilla
y alguien ladró, en su cómplice paseo
y alguien restó monedas al destino
y la nada dejó su lugar ¿predestinado?
Todos fueron uno en ademanes suspendidos.
Y yo fui el ser, inclinado ante su suerte.

Condenado a la finitud de mi argumento
tal vez entre mis cifras me buscaste.
Me absolviste y liberaste la utopía
de un bufón que sin corona era descarte.
Descendiste al averno de mis sombras,
tu acto amoroso fue encarnarte
en un pájaro de fuego poderoso
para al fin del vacío rescatarme.

Fue un instante apenas.
O tal vez no hubo tiempo
porque tu rostro
ya es eterno en mi breve humanidad.

Azar, milagro, destino o decisión,
sabe Alguien qué fue aquello.
Ya no hay respuestas a la duda sin sentido.
Sólo hay verdad,
solo hay dos llamas en un fuego.

9 de mayo de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA XVII

Una noche de enero es ideal para un paseo en Buenos Aires, y especialmente con una buena cena en el estómago.

Le dije a Paula de ir a aquel lugar que ya he mencionado: "El Café de la Esquina", en Uriburu y Las Heras. Caminamos por Arenales, Montevideo y Las Heras, hablando animadamente de la vida y sus anécdotas.

Nos sentamos a una de las mesas de madera, contra el ventanal que da a la avenida. Un café para ella, una Coca para mí, con mucho hielo, por favor. Yo sentía que la situación no daba para más, uno conoce sobradamente ese pantano donde empieza a meterse cuando las palabras sobran y los silencios crujen. Y yo, además, nunca he sido amigo de guardarme los sentimientos en mis alforjas.

De repente, tomé una servilleta y comencé a escribir. Quería sugerir, antes de decir. Ella me miraba, con sus ojos cristalinos. Y escribí, y la miré, y le pasé la servilleta y la birome (que igual que en el colectivo, llevaba en mi bolsillo), y ella también escribió.

No guardé esas palabras, se han perdido para siempre. Solo recuerdo algo así como "donde el ser se fundió con la utopía", y eso era lo que yo sentía exactamente. Yo ya tenía la certeza, como he dicho, de que esa mujer era perfecta, porque me completaba sin saberlo aún, con su aire algo ingenuo, su paz en el habla y su pureza en la mirada.

Igual que una semana antes, se levantó para ir al baño y me dejó solo con mi remolino de emociones. Miré por la ventana. Allí afuera estaba todo lo que iba a dejar, o lo que iba a reencontrar al salir, pero transformado. Se apagaban las luces de esa ciudad hostil y desconfiada, y titilaba ya otra luz, desconocida para mí.

Y otra vez ella volvió, y se sentó, y con ella el mundo ante mí.

Desde el pasado, mis ancestros me contemplaron imperativamente, asomados a sus hogares distantes y definitivos. El destino se agolpaba, y yo mismo creía verme reflejado en un patio de colegio, redonda al pie, rodilla magullada, esperando mi decisión para seguir el partido. Desde el futuro, los rostros infantiles de personitas que hoy conozco o adivino se insinuaban suplicantes, pero casi tiranos. El reloj se detuvo también, porque no hay tiempo donde la eternidad se presenta prepotente.

Y entonces yo, que nunca antes había pronunciado la sentencia, la proclamé a tu vida entera: "Me enamoré".

No entendiste de qué hablaba, miraste hacia atrás, a donde yacían mis dudas de otrora. Pero volviste a oírme: "Me enamoré". Y mis ojos te eligieron para siempre, y en tus labios dejé mi alma rendida, en el descanso inédito de un guerrero feliz.