31 de enero de 2008

LA VELA DE EL GRECO ENCIENDE LAS SOMBRAS

Doménico Theotocópulos, llamado El Greco, no es uno de mis artistas favoritos. Sus figuras alargadas, etéreas, siempre verticales, no son de mi total agrado. A decir verdad, las veo algo deprimentes. Siempre reina en ellas esa expresión de estoica resignación, que para mis ojos de siglo XXI seguramente pecan por una aceptación pasiva de las cosas. Pero curiosamente, ha sido en el último siglo cuando El Greco ha sido reconocido como nunca antes.

El Greco fue un caso extraño en el panorama del Cinquecento italiano. Proveniente de Creta (donde empezó Europa), se llenó de la pintura occidental en Venecia y Roma, donde pudo observar la obra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y criticar sus desnudos por la falta de decoro que les atribuía. Y fue allí, en la Ciudad Eterna, donde pintó la obra que hoy traigo a este espacio.

"Muchacho encendiendo una candela", o "El Soplón", tiene un antecedente inmediato en una obra de Antífilo de Alejandría, un artista y sobre todo caricaturista del siglo IV. Este había pintado, según he leído, un motivo similar. También Jacopo Bassano, un artista de la misma época de El Greco, lo había hecho como agregado en ciertos personajes de sus "Adoraciones de los Pastores" y la "Visión de San Joaquín". Me animaría a decir que el uso de la luz de esta manera también es observable en la obra de Goya que comenté hace unos días. El maestro de la luz es, sin embargo, Rembrandt.

Ahora bien, esta imagen del muchacho encendiendo la vela es algo extraña. Porque más allá del tema que da pie a la exhibición del don por parte de El Greco, la interpretación se hace ambigua, y de hecho ha tenido varias. Entre ellas, una alegoría del mal, un símbolo de libertad que sale del hombre mismo, o una muestra de lo efímero de la vida, algo que ha sido comúnmente simbolizado con una vela en muchas obras.

Como quiera que sea, El Greco tenía alguna idea fija con esto de la candela, porque hizo otras pinturas similares, hasta que se instaló en Toledo y alargó definitivamente sus figuras entre colores ácidos y hasta tétricos, en tonos que me hacen acordar a algunas pinturas de Van Gogh, como aquella vista nocturna de Toledo.

El muchacho encendió su vela, y ella sigue siempre arrojando más dudas que luz sobre la figura de El Greco.

26 de enero de 2008

EL LIBRO: LA QUE NO PERDONÓ, DE HUGO WAST

Como notará el amigo lector, he sumado a la columna de la derecha dos pequeñas secciones que se suman a "La Pecera" (para escuchar música en este blog) y "El Disco". Son "El Cuadro" y "El Libro". Estos recuadros buscan reflejar las inquietudes artísticas que rodean las horas de este servidor en su escaso tiempo libre. Transmitirlas es placentero, y pretendo que lo sea también para quien sigue estas líneas.

En esta ocasión, quiero referirme a un escritor argentino que, al igual que Mallea, ha sido bastante olvidado, al punto que sus obras no figuran en las grandes librerías. Las razones de esta ausencia son ideológicas, y dado que en este espacio evito meticulosamente la política, no ahondaré en ellas. Solo diré que este olvido es injusto y dramático como los personajes de las obras de Hugo Wast, de él se trata. Su verdadero nombre era Gustavo Martínez Zuviría. Vendió tres millones de ejemplares y fue traducido a 15 idiomas, cifras contundentes para pragmáticos.

He leído seis libros de este autor cordobés nacido el 23 de octubre de 1883, en tiempos benignos para la Argentina. El primero fue "Don Bosco y su tiempo", una obra que apenas recuerdo (aunque la memoria nos sorprenda bastante seguido). Supongo que en mi casa era un libro importante, dado que mi padre es egresado de un colegio salesiano del barrio de Almagro.

Pero los libros que sí recuerdo de Hugo Wast son los que leí en medio de mi adolescencia tranquila: la tríada que recorre la llamada "Revolución de las Trenzas", en medio de la cual los conservadores saavedristas se rebelaron contra los morenistas, más jacobinos, allá por 1811, cuando aparecían en escena los eternos conflictos entre patriotas. En esta oportunidad, eran los mismos españoles los que a través de Martín de Álzaga tramaban una conspiración que encontró a los soldados del Regimiento de Patricios alzados contra el gobierno de la Junta. Finalmente los conspiradores fueron ejecutados en Córdoba, pese a las súplicas para que el fusilamiento no incluyera a Liniers, héroe de la reconquista en las Invasiones Inglesas. Con los nombres de los sentenciados alguien formó la palabra "Clamor".

En este marco histórico, se ambientan los tres libros de la saga: "Myriam la Conspiradora", "El Jinete de Fuego" y "Tierra de Jaguares". El héroe es el sargento Chaparro, una figura militar y autónoma al mismo tiempo, casi diríamos anárquica como el gaucho, que no duda en internarse en el temible Delta del Paraná para escapar del villano perseguidor.

Más allá de lo que uno piense sobre aquellos sucesos de la historia argentina, la trama es formidable y la aventura sube en intensidad a cada página. Ideal para una mente inquieta con hambre de aventuras.

En nuestras últimas vacaciones en la playa, adquirí dos libros más de Hugo Wast que me topé en una librería de usados, en San Bernardo. Bondades de los balnearios argentinos. A cinco pesos cada uno, me compré "Valle Negro" y "La que no Perdonó", dos dramas que transcurren, el uno en un campo cordobés, el otro en Santa Fe. Son batallas de pasiones, en las cuales el lector se encuentra en un dilema entre una u otra, entre el amor o la piedad, la penitencia o el perdón sin más, la espontánea indignación o la comprensión pura y generosa.

Wast tiene un estilo cuidado y pleno de arcaísmos que simpatizan y enriquecen, en medio de tanta banalidad actual. Su pintura psicológica de los personajes, y de sus luchas internas sobre el bien y el mal, son austeras pero sin desperdicio. Me resulta parecido a Mujica Láinez, con sus descripciones costumbristas y tan detalladas, y sus eternos dilemas entre el corazón y la razón, que siempre llegan a un final sorpresivo y distante de idealismos. El lector teme un final que no sea condescendiente con sus deseos, pero al mismo tiempo lo busca con ahínco, preso de la tensa trama.

Hugo Wast merece, sin dudas, un lugar entre los escritores argentinos que mejor cuidaron la lengua en sus raíces y le dieron a nuestra literatura un manojo de relatos sin igual.

23 de enero de 2008

BELLEZA

19 de enero de 2008

SAUCE GRANDE

En mi infancia feliz, un lugar la representa, a 700 km de este hogar en el que escribo. Fue hace 30 años la primera vez que llegué de vacaciones a esas tierras con mi familia. Y como sucede con los recuerdos importantes, ese lugar de 177 habitantes es parte de nosotros.

Allí fue la cumbre de mi infancia, en la cima de algún médano donde cacé una lagartija por primera vez, y la contemplé emocionado, porque lo había logrado sin ayuda. Y así la dejé ir, después de firmar un pacto por el cual ella les contaría a sus colegas que un niño andaba suelto y más valía cuidarse de él. Más tarde vinieron las carreras de lagartijas, organizadas por la creativa Teresa, mi hermana. María Fe ya era más grande.

Allí fue también donde por vez primera me topé con una mulita, en medio de los médanos. Corrí a la casa para que alguno de mis hermanos viniera a verlo, pero al volver ya no estaba. Y una mañana, al volver de comprar el pan por el camino de tierra -porque no existía el asfalto allí- me encontré con una víbora, gigantesca para la mirada de un purrete de ocho o nueve años. La recuerdo perfectamente, enhiesta, con esa lengua siniestra moviéndose inquieta.

Eran las épocas del "señorcito", como me decía mi papá por la seriedad con la que parecía tomarme todas las pequeñas cosas. Cuando febrero era el mes del descanso absoluto, del pan con chocolate, de los "walkie-talkies" como avanzada de la modernidad en nuestros juegos, y de las bombitas de agua en Carnaval.

Por las mañanas alguien iba a buscar pan a "Los Primos", no a "Las Toninas", que era más caro (y parecía algo más sofisticado, con su francesa en el mostrador diciéndonos "Tesogos"). En "Los Primos" nos recibía Teresa, y un par de años más tarde Maruja. Un día apareció también una "faturería", según anunciaban las letras pintadas sobre la cal blanca. Y eran ricas esas facturas, que Papá compraba en días especiales y llevaba al chalet alquilado al señor "San Ferreiter".

Aquel balneario era el centro universal de la siesta. Pacientemente, y en silencio absoluto, esperábamos a que Papá se levantara para poder ir a la playa, o a dar algún paseo que siempre era el mismo. Estábamos solos, los cinco hermanos (y a veces mi primo Carlitos), y entonces nos hacíamos amigos entre nosotros.

A mitad del mes, Papá viajaba a Buenos Aires para no dejar la editorial sin timón, y quedábamos solos con Mamá, que nos hacía postres exquisitos, en la medida de lo posible, porque no había mucha materia prima por allí, y menos para su repostería europea.

Eran tiempos en que podíamos estar al sol todo el día, aún sin bronceador a veces, y mirar el atardecer en la playa, después de jugar al "Show de los fouls", en el que siempre ganaba mi hermano debido a mi retiro voluntario. Competíamos para ver quién duraba más caminando sobre la arena ardiente desde los médanos sombreados hasta el mar hospitalario, pero también perdía a los pocos metros. Y si estaba nublado, había deportes más conocidos: fútbol, paleta, tenis (con las Chemold de Nancy Graham) y hasta bádminton. Lo que más disfrutaba era cuando jugábamos a "Combate" con Fernandito, aunque siempre me capturara.

Nuestras peores enemigas eran las aguavivas. Nunca sufrí sus terribles latigazos, pero sí mis hermanos. Creo que Isabel era una abonada a ellos. Los recursos para atender ese ardor impiadoso no eran muchos, así que había que recurrir al estoicismo que los cinco hermanos llevamos en la sangre. Aparecían con el viento norte, porque el mar se hacía un lago y ellas flotaban amenazantes, casi invisibles. El viento sur, en cambio, era el de la furia, el del mar prohibidísimo y caótico.

Hicimos algunos amigotes, grandes o chicos como nosotros que buscaban a alguien que les recordara a la civilización. Algunos nombres me llegan de ese pasado: Meyer Goodbar, de Executives; Eric, el señor que trabajaba en Coca-Cola (no sé por qué un niño de siete años guardó en su memoria dónde trabajaban estas personas); y Ergon, marido de Karen, el danés que insultó a este pequeño disfrazado de canillita en el colmo de la embriaguez. Nuestro único eslabón con la farándula resultó ser el hijo de Mirtha Legrand, que al parecer veraneaba allí y a quien por obvias razones llamábamos Mirtho en secreto.

Con otro grupito armamos una guerra de bombitas de agua frente al inefable "Empire State" (una casa con pretencioso nombre que para nosotros valía más que todo New York), y jugábamos mucho al truco. Una de las chicas me gustaba, pero nunca lo dije; fue mi secreto hasta hoy. Caminaba por arriba de la mesa larga para llamar su atención. Nunca se enteró.

Una vez hice tronar una trompeta de cancha en la oreja de uno de ellos, y él le pegó a la trompeta y ésta a mis dientes, lo cual me dolió mucho. Es un trauma de mi niñez.

Cómo no recordar también a Constanza y Tobías. Él usaba unas sandalias extrañas, que se preocupaba en aclarar que los hombres podían llevar sin que fueran vergonzantes para su portador. Pero lo que más me impresionó de ellos fue cuando confesaron que hacían pis en el mar. Una insolencia.

En verano circulaban también, en "Garza" o "Gaviota", las revistas que nosotros mismos hacíamos a mano y cuyo único ejemplar nos vendíamos entre hermanos a precio módico. "La Montaña", de Ediciones La Sierra, era de mi autoría. "La Familia", "El Sol" y "Las Grandes Aventuras" eran las de Fernandito, Isabel y Carlos María. Teresa, creo ¿o era Isabel?, también me hacía una revistita de juegos para resolver en el Renault 12, mientras viajábamos por la ruta 3 rumbo a ese paraíso esperado todo el año.

Santiago Garrós es el nombre y apellido asociado a aquel paraje. Asados de pejerrey, interminables bromas, una sombrilla que se volaba en la playa inmensa, y la sentencia: "Vamos a tomar Mocoretá", que daba por iniciada otra velada de carcajadas y amistad.

Sauce Grande es el lugar al que siempre quiero volver, aunque no lo haya pisado en 25 años. Recorro nuevos días, llego a parajes nuevos y sonrío con nuevos rostros, pero siempre con la alegría que mamé en aquel reino lejano, el de la infancia. Es el lugar donde me rodearon siempre todos esos personajes nobles y sonrientes, casi inocentes, llenos de ese futuro que hoy vivo.

Quizás, el día que vuelva, sea mentira que Santiago y Perla se han ido. Tal vez sea solo otra broma y me esperan allá. Nos esperan a todos, sentados en la galería del Empire State, con una torta sin cocinar y una jarra de Mocoretá.

15 de enero de 2008

UNA DE MIS PINTURAS PREFERIDAS


"El 3 de Mayo en Madrid: los fusilamientos de la Montaña del Príncipe Pío" narra la brutalidad de las tropas napoleónicas que ocupaban España en ese entonces y sofocaban a los rebeldes locales. Pero más allá de la circunstancia histórica, esta pintura de Goya es una representación de la inocencia humana frente a la violencia y la guerra.

La camisa blanca del hombre a punto de ser fusilado es una súplica de pureza, radiante frente a esa máquina de matar que en perfecta y mecánica fila encarnan los fusiles sobre ella. Los brazos abiertos de este hombre, los estigmas en sus manos, su posición en cruz, evocan a un Cristo de la Pasión, presa fácil para la crueldad humana, aunque la humanidad se vuelva en contra de sí misma.

Ya me había referido a Goya en alguna oportunidad, pero hoy quiero destacar esta obra magna, por su simbolismo que trasciende una época y se proyecta sobre toda la historia del hombre, en crónica lucha entre la paz y la guerra, entre la luz y la oscuridad, entre el bien y el mal.

Actualizo: Parece que Pérez Reverte tiene algo que decir de esas jornadas históricas.

13 de enero de 2008

EL DISCO DE LA SEMANA: SERRAT EN DIRECTO

Joan Manuel Serrat nació en Barcelona el 27 de diciembre de 1943, y es uno de esos tipos a los que uno envidia por vivir de lo que le gusta, y además haciendo feliz a mucha gente. A los 64 años, sigue convocando multitudes, como probó otra vez en su gira con Joaquín Sabina.

El disco que homenajeo esta vez pertenece al punto donde su carrera como autor empezó a tomar rumbos menos poéticos y más comerciales, desde mi humilde opinión. Basta con fijarse en los tres discos anteriores y los tres posteriores a éste, que vio la luz en 1984: "1978", "En Tránsito" y "Cada Loco con su Tema" son mucho más ricos que "El Sur también Existe" (aunque tenga letras de Benedetti), "Bienaventurados" y "Utopía". Tienen un vuelo poético mayor y menos política fácil.

"En Directo", como su nombre lo indica, reproduce las canciones que tocó durante la gira de "Cada Loco con su Tema", pero tiene muchos temas de la primera época, la mejor. Aquella en la que escribía como un poeta, a aquellas pequeñas cosas que él mismo honró en una canción.

"Cantares", "Mediterráneo", "Sinceramente Tuyo" (que he elegido para el video del final), "El Titiritero", "Romance de Curro el Palmo", "La Saeta", "Paraules D'Amor" y "Lucía" son joyas de Serrat que están presentes en este disco doble, en el que también aparece el tango "Cambalache".

En mi biografía musical, Serrat ocupa un lugar de privilegio. Cuando era un purrete mi hermana intentaba grabarlo de un disco de vinilo a un cassette, y para ello nos obligaba a todos a guardar silencio durante algo más de una hora. Inútil y antipático intento. Sin embargo, fueron ellas, las mayores, las que me introdujeron al mundo de Serrat. Cuando me empezó a gustar su música, ellas ya se habían ido a sus vidas de adultos, pero yo me había quedado con el cassette doble de este disco que hoy comento, el primero que tuve de él.

Con los años, este catalán se fue metiendo en mis días, a través de muchas letras que acompañaban tristezas y sentimientos encontrados. Y el día que nos casamos, Paula y yo quisimos entrar a nuestra fiesta bailando "El Amor, Amor", una canción iberoamericana que él interpreta en su disco "Tarrés", y que provocó un zapateo desenfrenado de este servidor ante las palmas de nuestros invitados. En nuestro video de esa noche, la canción de cierre es "Es Caprichoso el Azar", un tema que en su relato se parece bastante a la forma en que conocí a la mejor mujer del mundo, es decir, Paula. Hoy, con dos hijas y Pedrito en camino, catorce discos de Serrat me contemplan desde nuestra frondosa discoteca cada vez que me siento a escribir.

Como me dijo mi amigo Gonzalo Mayo cierta vez, si a uno le dieran a elegir ser alguien que no fuera uno, quizás Serrat sería el elegido. Para escribir como él lo hizo durante muchos años, cantar con esa voz que supo tener y ponerle música y carisma a los sentimientos de tantas y tantas personas.

1 de enero de 2008

FAUNA PLAYERA

Llegan a primera hora algunos, después del mediodía otros y al atardecer los rezagados. Se acomodan, se broncean, se observan, se gritan, se bañan, se divierten, se aburren, se queman, se resfrían, se quejan, se exhiben, se relajan, se adormilan, se abrigan y se retiran. Son la fauna playera, la que enriquece nuestras vacaciones frente al mar y no nos cobra nada por ello.

Hay muchas especies: La familia argentina es un clásico de los balnearios. Padre y madre, dos hijos pequeños o ya no tanto, y una carpa o sombrilla dotada de mate y termo, lona, sillita o reposera, cremas y bronceadores varios, naipes, tal vez alguna revista ligera o un libro de lectura rápida, un policial con suerte. Y cuando el sol llega a la cúpula del cielo, vemos surgir de la nada una heladerita portátil con sandwiches frescos y una Coca, o más aún, dos o tres tuppers con pollo frío, arroz, una milanesa, fideos, tortilla de papas o hasta media pizza de la noche anterior. Y todos mueven sus mandíbulas bajo el sol que ilumina su digestión colectiva. Y el papá se reclina en la sombra, buscando la siesta que en la ciudad se le niega y que sus hijos lamentan, porque cuando pase el heladero voceando sus Torpedos no podrán pedirle el óbolo paterno para el postre. Madre hay una sola, pero la bikini no tiene bolsillos.

Otro espécimen de las playas argentinas es el solitario (o solitaria), ese que llega con apenas una lona, o una sillita, y se dedica a mirar a las chicas (o chicos) que pasan y a no darle bolilla a nadie, menos aún a ese perro abandonado que dejó alguna familia del primer tipo cuando se terminaron las vacaciones del nene y no sabían qué hacer con él. Ese perro es otro actor en el gran escenario de la playa. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va, pero todos lo quieren, igual que al sol.

El solitario, a veces, tiene por única compañía a un libro de bolsillo, o el diario del día, o alguna sección del diario del domingo, cuya lectura se complica sobremanera cuando hay viento. Ni hablar si el diario es formato sábana.

Hay dos grupos que no suelen faltar: los muchachones que juegan al fútbol playero (o a un cabeza, si son dos o cuatro) y los jubilados o en vías de serlo que juegan al tejo. Este segundo grupo despierta todas mis simpatías, pese a que lo mío es la redonda. Pero las caras, los códigos y las bromas de los "tejistas", con su metro para dirimir posibles diferencias le ponen color a la playa, incluso en esos días en que el mar está insufrible y nos parece que toda la arena arrebatada por el viento va a parar a nuestros castigados ojos.

Un tercer deporte playero es la paleta, de a dos o de a cuatro, con límites marcados o sin ellos. Es respetuoso a su pesar de todo aquél que pasa sin mosquearse por el terreno de juego, y corta la inspiración de los que por fin habían llegado a 50 toques.

Un "deporte" propenso a tertulias de todo tipo es el truco, un infaltable en las playas argentinas. Si es en una carpa mejor, porque el viento se lleva las cartas. Y si se está a la intemperie nomás, una solución es clavar o enterrar cada carta jugada en la arena.

Si estamos en una playa con pretensiones de importante, divisaremos al guardavidas, un individuo peculiar entre la multitud, que a la hora del peligro puede ser héroe o desocupado inmediato. Su silbato al cuello le otorga un aire de superioridad y se sabe imprescindible, lo cual hace que su autoestima flamee tan alta como la banderita amarilla y negra de "Dudoso".

Otro solitario es, por lo general, el corredor, que vemos trotando a lo largo de la costa, concentrado en su esfuerzo y ausente de todo lo demás. Le gusta la hora en que el sol cae, cuando la masa se aleja del terreno y puede avanzar en línea recta. Si hay viento del norte, tal vez deba saltar alguna aguaviva olvidada para no frenar su carrera bruscamente. Y si su rostro es azotado por el viento en contra (que en la playa y a la carrera parece un pampero), se sentirá como Rocky entrenando frente al mundo.

Los pequeños constituyen otro subgrupo dentro del rubro playero. Corren y chapotean en la antesala del mar, esa pequeña laguna sospechosamente tibia que alberga almejas sorprendidas en plena bajamar, o algún envoltorio plateado de un caramelo que un padre negligente les dio, en premio a que lo dejaran tranquilo. Construyen castillos de arena y túneles artesanales, matizados con caracoles o plantas sueltas de algún médano. Y todo para, al día siguiente, volver a empezar. Felices ellos con sus muecas y sus risas.

Por supuesto, nunca faltan los patovicas, que exhiben altivos su trabajo de un año (o varios) sin otro interés que el de sacarle lustre a su narcisismo, proporcional a su musculatura. No buscan mujeres, ni fama, ni elogios. Solo pretenden que los miren, que una vista perdida en el horizonte marino se vuelva hacia ellos y agite un tácito laurel a su paso.

Y después sí, están los otros. Los que hacen lo que pueden con el físico que la naturaleza y el gimnasio les dieron, y dirigen sus esfuerzos al sexo opuesto. "Total el 2 ya lo tenés", se dicen mentalmente, y avanzan a paso redoblado rumbo a la conquista de aquella ínsula cercana, del único metro cuadrado de arena en toda la playa que les importa en ese momento. "Lo peor sería arrepentirse de no haberlo intentado", se alientan. El fracaso será para ellos solo un indicio de que están vivos, e insistirán por el botín, con los recursos de que dispongan. Es de la duda de donde nunca se vuelve.

Frente a ellos, ellas. Las histéricas, que juegan con el "Mirame pero no me toques, mirame pero no me hables. Pero mirame, por favor, mirame". Ellas también exhiben su trabajo físico de un año entero (o de dos meses, si son tiempistas del verano), y hacen que prescinden de ellos pero están atentas a sus miradas. Los lentes de sol son una herramienta de trabajo, o mejor dicho, de ocultamiento, para ellos y ellas. Una especie de vidrio espejado, desde el cual te miran pero no te enterás de que te están mirando.

El voley playero es un deporte ideal para escenificar esos escarceos, esas poses obvias del que juega sin remera porque se la banca, de la linda que juega más o menos pero al lado del candidato que la alienta y le enseña a sacar, o del que saca bien de arriba ("saque de potencia", le decían en la época de Castellani) y se hace notar en la diferencia de puntos. Y sentados alrededor de la cancha, esperando partido a ganador, están los que chamuyan tanto que cuando llega su turno y notan que la fémina no va a jugar, ceden su lugar generosamente al flaco fibroso aquél que la debe tener clara y mejor se dedique al voley puro para dejarlos a ellos con su chamuyo. Son los mismos que cuando el sol se empiece a volver a su querencia, le prestarán su buzo premeditado a su chica-objetivo, sacarán una guitarra frente al fueguito y tocarán las tres canciones que saben, mirando al mar y poniendo cara de poetas inspirados. Con suerte, ella querrá creerles.

En caso de practicar el surf, el muchacho en cuestión verá su labor de conquista facilitada sin más. Para lograr un efecto aún mayor, comentará como quien ya está harto de contarlo que ha paseado su tabla por las olas de alguna playa lejana, si es en el Pacífico o el Índico mejor.

Flirteos de playa, amagues que a veces terminan en un casamiento y cinco hijos, o en un efímero amor de verano, o en la nada tan intrascendente coomo el vendedor de churros que pasa en bicicleta en un día de nubarrones, anunciando su producto casi suplicante.

Si de mercaderes hablamos, cómo no mencionar a los proveedores de pareos y collarcitos de origen incierto (algún taller del Once quizá), o a los vendedores de choclos, o a las promotoras que pasan en grupito con el sombrero playero y la sonrisa de Barbie. En este género de la fauna playera, mis simpatías están con los mártires disfrazados de Barney, o de Mickey, o de Pluto, que reparten indignos volantes para ir a un parque de diversiones, o a un acuario o a un negocio de dos por tres en la zona céntrica del balneario. Son mártires bajo el sol subsahariano y el material sintético del disfraz; submarinos humanos que, sin posibilidad de saber qué ocurre a sus espaldas, miran hacia delante por uno o dos agujeros de la máscara ignominiosa, y en lugar de navegar por aguas frías y profundas se sienten como enterrados en las entrañas de un volcán a punto de explotar en lava ardiente.

La fauna playera genera amores de verano, amistades de temporada, estoicas soledades, competencias ligeras y frivolidades auténticas. Y alguno de sus ejemplares, al completar un test de la revista veraniega, responde que si le dieran a elegir viviría en una casa frente a una playa desierta. Y acto seguido, se levanta y se zambulle en un mar infestado de seres humanos que también optarían por una playa desierta: la misma que él.