Este blog se sumergió en el silencio por más de un mes y medio debido a razones varias, que incluyen una mudanza, las fiestas y las vacaciones en mi trabajo que me alejaron de la computadora hogareña. Retomo entonces la escritura (después de unas reflexiones sueltas en el primer artículo del año) con el relato de algo que ocurrió hace exactamente diez años, más precisamente en enero de 2000, en Puerto Madryn.
Eran días en que se discutía si el siglo nuevo, y por ende el milenio, empezaba con el advenimiento del 2000 o si habría que esperar un año más para ello: mi postura personal era que sería el 2001 el primer año del tercer milenio, y los hechos posteriores reforzaron mi opinión.
Yo estaba en medio de un cambio de trabajo. Brindé en mi antigua oficina y me tomé la licencia por vacaciones, a sabiendas de que no volvería a esa esquina microcéntrica a trabajar, sino a saludar después de un tiempo. En mi nuevo trabajo había pedido empezar a mediados de enero, para poder descansar de un año -el 99- que había sido particularmente intenso, aunque mi mamá diga que todos mis años son intensos.
Así pues, armé la mochila y el 30 de diciembre me tomé un micro a Puerto Madryn. Había estado allí en el 97 y me había gustado tanto que me había planteado con cierta seriedad irme a vivir allá, aunque la idea había sido desechada por razones de neto corte pragmático, como suele ocurrir. No tenía ningún conocido en mi destino patagónico, así que me iba en el micro sin una idea definida de lo que haría en esas jornadas, ni de con quién recibiría el año nuevo.
El viaje a Chubut es largo, pero siempre me ha gustado leer y meditar en esas pequeñas travesías ruteras, así que muy tranquilo tomé ubicación y disfruté del transitar por la ruta 3, solo.
Llegué a Puerto Madryn el 31 de diciembre a las tres de la tarde. No recuerdo cómo, quizá en la vieja terminal donde ahora hay un museo, me enteré de que había un albergue para estudiantes en una esquina de la calle España. El destino me encontró después de un rato, pues, en ese hotelito, paladeando una siesta luego del largo viaje en el que, fiel a mi costumbre, había dormido muy poco.
A eso de las ocho me despertó alguien y me dijo que iban a hacer un asado por Año Nuevo "con los pibes" y que si quería participar. Por supuesto le dije que sí y me lancé a la calle para aportar alguna bebida o alimento conveniente.
En la mesa éramos unos siete comensales. La memoria ha conservado algunos: el asador, que me hacía acordar a un compañero de mi equipo de fútbol y me hablaba de sus dos hijas ausentes; un muchacho de semblante evasivo al que me referiré más tarde; un viajante que surcaba las rutas en busca de deudores ajenos; y un biólogo inglés que vivía en Brunei, a quien mencioné cuatro años atrás en este rincón. Agreguemos alguno más de rostro anónimo, y tenemos una heterogénea reunión para recibir el 2000. Un ramillete de perfectos desconocidos, casi como en esas novelas de Agatha Christie donde coinciden varios personajes, de los cuales uno es el asesino.
Este relato continuará.
26 de enero de 2010
DESASTROSO OCASO DE UNA SOLTERÍA (PARTE I)
TEMAS: ANECDOTARIO
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