12 de septiembre de 2006

BARCELONA

Hoy mi prima Dolores cumple años.

Mi prima Dolores vive en Barcelona, más precisamente en una linda casa de Sant-Cugat, que es un pueblo en las afueras de la ciudad, como serían San Isidro, Castelar o Adrogué respecto de Buenos Aires. Ella tiene un taller donde enseña a hacer artesanías, y expone algunas de sus obras en este sitio. Le gustan los cuentos para niños, los vestidos hippies y el esquí, entre otras cosas. Vive feliz con su marido, Federico, y sus tres hijos, Pau, Melina y Joaquín.

Barcelona es mi segunda ciudad, porque en ella nació mi padre. Ya he relatado cómo debió abandonar su terruño para venir, afortunadamente, a la Argentina.

Es increíble: en este momento en que escribo, el sistema aleatorio de mi reproductor de audio elige, de entre 2032 canciones, "Mediterráneo", de Joan Manuel Serrat.

En esta ciudad de la que hablo, viví una situación tensa y especial. En marzo de 1998 tomé el tren de Madrid a Barcelona, que llegó a destino a las seis de la mañana más o menos. Yo venía dormitando y apenas sentí que habíamos llegado me incorporé para irme con mis petates. Un desconocido me saludó, y yo le contesté por cortesía. Y hete aquí que al subir por la escalera mecánica desde el andén, me señalaron dos guardias civiles apostados frente a mí. Me obligaron a abrir mi equipaje, y ante mis protestas me llevaron a la comisaría de la estación. Revisaron todo lo que había para revisar, metieron mis datos en una computadora e hicieron algunas llamadas. Todo estaba, por supuesto, en orden.

Pero la sorpresa mayor fue cuando me dijeron: "Hala, ya puedes reunirte con tu compañero que te espera allá afuera". Yo había viajado solo, y les pregunté de quién me estaban hablando. "Pues mira qué pregunta, hay un tío allá afuera que está preguntando por ti". Salí desconcertado y nunca encontré a nadie. Nunca sabré si la policía me había confundido con otro, si "el tío" me había confundido con otro o si me habían usado para algo.

No era mi primera experiencia con la policía, y desgraciadamente no fue la última. Pero en todos los casos mi inocencia fue absoluta.

Como quiera que sea, a Barcelona le debo, además de mi padre, tres sobrinos: Ignacio, María Luján (que es también mi ahijada) y Santiago. Alguna vez, hasta que un colectivo pasó de largo, pensé seriamente en irme a vivir allá después de unas vacaciones en Cuba y Jamaica. Si así hubiera sido, tal vez esta columna de hoy estaría dedicada a la lejana Buenos Aires.

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