8 de noviembre de 2008

DE REPENTE, OLOR A CAMPO EN LA VUELTA DE LA ESQUINA, POR CARLOS DUELO CAVERO

Tal como había prometido unos días atrás, cedo al amigo lector el sereno placer de leer artículos escritos por mi tío Carlos en distintos diarios y revistas. El que sigue es el primero que he seleccionado. Fue publicado en El Cronista el 20 de noviembre de 1989.

La ilustración no es de la nota original, por supuesto, sino que es la severa pero pintoresca imagen de mi tío cuando era apenas un purrete. Ese retrato será el que acompañe graciosamente sus notas, con el mismo aire de picardía que él les imprimió siempre. ¡Cómo se habría reído de haberse visto en esta foto, así expuesto a la luz de la Internet que no conoció! En sus hijos dejó el legado y el apellido de un hombre bueno.

De repente, olor a campo a la vuelta de la esquina

A pesar del progreso de la ciencia y el avance tecnológico, los yuyos y los yuyeros siguen ocupando un lugar importante en la vida diaria. Y no solo como un tributo rendido a la nostalgia. Porque muchas veces con yuyos se consiguen resultados que no garantiza la ciencia.


Las herboristerías o yuyeros, si lo prefieren, han crecido como hongos en los últimos tiempos. Uno va caminando por esas calles de Dios y de pronto le llega como una vaharada de sierra y campo. Una mezcla de aroma de tomillo, albahaca, boldo, peperina y qué sé yo cuántos perfumes más. Señal de que por ahí anda un herbolario, que es como antaño se llamaba a los yuyeros.

Adoro el olor de esos negocios; sobre todo me encantan los que son viejos y destartalados, generalmente situados en las proximidades de alguna feria, atendidos por sus propios dueños que acaso provienen de varias generaciones atrás. Entrar en esos locales es para mí como meterme en el mundo del Galdós de "Fortunata y Jacinta". Huelen también a "la recherche du temps perdu", a Dickens y un poco, quizá, al Fernández Moreno de la "Guía caprichosa de Buenos Aires", ese libro injustamente olvidado.

Recuerdo que en la moruna ciudad de Granada donde viví "illo tempore", había un viejo boticario que practicaba la farmacopea galénica y sabía reconocer las plantas medicinales por sus olores, como si se tratase de vinos añosos. Este boticario tenía alquilado un piso encima de su farmacia, una de esas farmacias con rebotica y su colección de potes de porcelana y almireces o morteros de los tiempos en que las píldoras se preparaban a mano y si usted se descuida incluso se aplicaban ventosas y sanguijuelas. Y recuerdo que aquel boticario de zarzuela, pues era la mismísima estampa del personaje de "La verbena de la Paloma", cuando caía enfermo le decía a su mujer: "Mira, Pepa. En caso de gravedad, a mí de lo de abajo nada. A mí dame cosas que huelan bien".

Es que el hombre era un convencido de que las cosas que realmente curaban eran las que huelen bien. Y quién sabe, en definitiva, no será ese el futuro de la farmacopea: los productos de olores agradables y nombres tentadores, sensuales, de flores, especias y frutas. Aromas con reminiscencias de infancia y adolescencia, de largas vacaciones -¡oh, aquellas de tres meses en el campo!- con sabor a verbena, a espino blanco y a retama.

Suelo quedarme un rato charlando con algún yuyero en mis vagabundeos por la ciudad y a veces me invento dolencias simplemente para que me reciten su ciencia misteriosa y brujeril. Entonces, ellos desgranan los nombres de mixturas mágicas que curan desde una simple gripe hasta una colitis o un "stress". El abrótano o artemisa defiende el pelo contra su caída (me enteré demasiado tarde); el árnica sirve contra los golpes; la yerbabuena olorosa depura la sangre. ¿Qué milagros en fin no obrarán esas hojas, esas raíces resecas de formas caprichosas que a menudo saltan del botiquín doméstico a la cocina, para condimentar una sopa o una fabada, siempre con feliz resultado?

Por ejemplo, la pimienta de Cayena o pimienta roja es de uso frecuente en no pocos hogares. Una vez sorprendí a un vecino mío tomándose un "té" de esa violenta especia sin pestañear. Como yo lo contemplase asombrado, me dijo casi disculpándose: "Es que he pescado un resfrío terrible". Excuso decirles que en ese preciso instante yo también me puse a traspirar copiosamente.

Pero si hay una planta que merezca el Premio Nobel de Medicina ella es indudablemente el humilde ajo. Miles de años antes de que asomara al mundo el Dr. Fleming, el ajo ya se usaba para matar los gérmenes nocivos. Y me dicen (no lo he comprobado personalmente) que el perejil es estupendo para un montón de cosas. Se cuenta que un día introdujeron un ramito de esa hierba fina en una IBM y se descubrió que además de servir para elaborar un sinfín de salsas, el perejil es riquísimo en vitaminas A y B. Pero a mí, qué quieren ustedes, las vitaminas me gustan más en vivo y en directo.

A propósito: algún día tengo que volver a Médanos, la capital del ajo argentino. ¡Y qué ajos!

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