19 de julio de 2008

¿QUÉ HAN HECHO CON LOS LIBREROS?

Esta semana entré a una librería cuyo nombre guardaré piadosamente, y le pregunté al vendedor dónde podía encontrar libros sobre el mate. Después de mi segunda requisitoria (la primera no había sido exitosa, porque él estaba ocupado en charlar con la otra vendedora) me espetó: "¿Mate?", al tiempo que me miraba como si le hubiera preguntado por una palabra de algún dialecto indígena. Entonces le dije que nomás entrar había visto uno, pero que no me convencía.

Con repentino frenesí fue a la omnipotente computadora y tecleó la palabrita. Después fue a la sección para turistas y me mostró el libro que había divisado al entrar. "Ese es el que vi", le contesté, y solito me dirigí a la estantería dedicada a la cocina, donde había más de una obra sobre el tema. El muchacho, mientras, volvió a la computadora y después se metió presuroso en el depósito. Yo ya había decidido qué iba a llevar, y lo esperaba en el mostrador, cuando él volvió con el mismo título que yo tenía en la mano. "Hay varios de esos ahí", le dije señalando la estantería, que distaba dos metros de su ubicación. Pagué y me fui, mientras él volvía a su debate con la compañera sobre la situación sentimental de ella (en la cual sospecho que tenía algún interés inconfesable).

Mi padre, quien dirigía Ediciones Garriga en Buenos Aires, tenía un vendedor llamado José Veloso, quien pese a no poseer la formación cultural de un Borges o un Marechal, conocía cada libro de los que ocupaban las estanterías del local, en Paraguay 1300. En aquella época no existía un sistema de consulta informática, y los vendedores recordaban títulos y ubicación con precisión envidiable.

Veloso es una referencia de lo que para mí debería ser un librero, o un vendedor de libros si se prefiere. Una persona que conoce lo suficiente de lo que tiene para vender, y puede aconsejar al cliente sobre distintas opciones, con una mezcla de cultura general y chamuyo simpático pero noble.

Desgraciadamente, mis actuales visitas a las librerías se me hacen similares a las que hago al supermercado por necesidades más básicas, que no espirituales como en el primer caso. Varias veces he terminado mi visita explicándole al vendedor (agregar "de libros" sería demasiado ambicioso para su perfil), quién era determinado autor o de qué trata alguna obra. A veces me informan que el libro no está "en lista", y lo encuentro igual removiendo en los estantes. Otras veces les pregunto por un autor más o menos conocido y me miran absortos, como si les estuviera pidiendo la receta de la felicidad. Esto me pasó recientemente, por ejemplo, al buscar "Beau Geste", de Percival Wren, y "La Pimpinela Escarlata", de la Baronesa D'Orczy. Debo confesar que al deletrearles título y autor para su consulta en la maquinita, sentía vergüenza ajena. Algunos ni siquiera saben escribir "Poe".

Si para su fortuna encuentran el libro en ubicación precisa, lo entregan y con gran diligencia insertan un papelito con su nombre en la primera página, no sea cosa que se pierdan la comisión correspondiente y bien ganada al subir y bajar la escalera para traer la obra del depósito.

El librero es un personaje de Buenos Aires que tiene larga tradición, pero ha ido siendo reemplazado -comercialmente hablando, se entiende- por jóvenes y no tan jóvenes voluntariosos (con suerte, aunque a veces ni eso) que podrían vender un libro como también una hamburguesa o un par de zapatillas. Han hecho cursos de ventas exitosamente, y han ingresado en el mundo editorial como en un país donde se habla una lengua extraña, pero más o menos manejable para sus propósitos de llegar a fin de mes. Las librerías no parecen preocuparse por este estado de cosas, quizás porque los pasantes y los vendedores a secas reducen los costos.

Loados sean los libreros de antaño, que conocían cada libro de su negocio, no como a la palma de su mano, sino como a un potencial amigo de sus clientes. En cuanto a la gran mayoría de los actuales, seamos misericordiosos con su polivalente saber, como ellos lo son con nuestra molesta inquietud de lectores hambrientos. Quizás los desubicados seamos nosotros: ya vendrán tiempos mejores.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Oportuno tu recuerdo de los libreros. Lo hago extensivo a otros bienes culturales: empleados de disquerías, librerías, restaurantes y video clubs comparte una ignorancia supina sobre aquello que venden. Sin duda hay algunas excepciones.
Por eso creo que no sólo no vendrán tiempos mejores, sino que lentamente irán desapareciendo esas pocas personas que aún saben buscar en los anaqueles sin ayuda electrónica. Y comprar libros, discos o cine será casi lo mismo que ir al supermercado.
En eso, la librería Ateneo es ya pionera.
Saludos
Chipi

Carlos dijo...

Hola Bambi. Hacía realmente mucho que no andaba por el barrio. Comparto la visión del Chipi. A mí me pasó algo bastante patético: estoy buscando un libro que acá, en el país, no se consigue. La única manera es encargarlo, esperar un mes o más y pagar $ (ar) 319. Como te imaginás me costó juntar la guita, pero lo encargué, arreglé para ir a buscarlo y... Sorpresa!!!! Lo vendieron a otra persona.

Encima el inepto total que me atendió me pregunta si estoy seguro de lo que le decía porque, claro, la persona a la que se lo había encargado no estaba. ¿Cómo podría alguien confundirse con un libro así?

En resumen, no tengo el libro, y mis opciones ahora son a) caer en el mismo lugar con el rabo entre las patas a pedirlo de nuevo, o b) esperar que algún amigo vuelva de España y en ese momento me lo traiga.

O sea: no sólo no saben lo que tienen entre las manos, ni siquiera en una librería especializada, y te aseguro además que estoy hablando de una librería de gran renombre, sino que además son desleales y asustadizos. Si me hubieran dicho que prefirieron asegurar la venta quizás yo hubiera aceptado que esas cosas pasan y hubiera pedido el libro de nuevo. Pero no, querían saber si yo estaba seguro de lo que decía.

PD: Muy buena la entrada sobre San Martín. Un abrazo.