28 de febrero de 2008

ÚLTIMAS HISTORIAS DE LADRONES

Mis primeros encontronazos con el hampa habían sido charlas de café en comparación con la semidesnudez en que me habían dejado los muchachos del Parque Thays. Pero mi cuarta experiencia fue, sin dudas, la más dolorosa.

Me habían dicho que mi seguidilla de coloridas anécdotas vería su fin cuando me casara, porque mi vida sería más tranquila y burguesa. Pero tan solo a los dos meses de ponerme la alianza de oro, me la robaron. Fue el 31 de diciembre de 2002, dos años exactos después de haber conocido a Paula en el 60 y un año exacto después de haberle propuesto casamiento en Santiago de Chile.

Volví del trabajo en el 130, a las cuatro de la tarde, y me bajé en la puerta del Club de Amigos. Crucé Figueroa Alcorta y me metí en el parque lindante con el Jardín Japonés, para ir hasta la calle República de la India, donde vivíamos. Divisé unos muchachitos que me escudriñaban a lo lejos, pero había un grupo de personas haciendo gimnasia, así que decidí esperar junto al grupo.

Sin embargo, se empezaron a acercar y contemplé la posibilidad de salir corriendo, pero pensé que quizá era toda una imaginación mía. Mas cuando el líder de ellos rodeó al grupete y me vino a pedir plata, la pesadilla siguió. Se me acercaron los otros dos y uno sacó un cuchillo y me amenazó. Yo no tenía un cobre encima, entonces me exigieron el anillo de oro. "Me casé hace dos meses, sabés lo que laburé para esto", pedí sabiendo que era inútil. "A mí en la 31 me dan cien pesos por esto", me dijo el pequeño caudillo, que paradójicamente parecía el menor de los tres. "Cortalo todo", le dijo al otro.

Mientras tanto, los gimnastas se habían cerrado como una piña alrededor de sí mismos, como un avestruz colectivo. El caudillito se mojó el dedo en saliva y lo pasó por mi alianza para que saliera de una vez. Así la perdí, y no me robaron el reloj porque ese día tenía la malla rota y no lo había llevado conmigo.

No he vuelto a hacerme la alianza. Además de que el oro está por las nubes, no me dan ganas. Quizá en unos años...

Como cierre de esta saga de asaltos, quiero relatar una pequeña victoria que recuerdo con fruición. Fue en el año 92 o 93, más o menos. Yo cadeteaba incansablemente por el centro, y ese día estaba con mi amigo Gonzalo Mayo platicando en la esquina de Diagonal Norte y Suipacha, en un kiosco de revistas. Yo estaba cruzado, no recuerdo por qué.

De repente sentimos los gritos de una señora: "¡Me robaron, mi cartera!". Y justo vi venir a un individuo corriendo hacia nosotros. Me paré como un rugbier, esperándolo, y chocamos. "Soltame", me gritó, y acompañó su gentil pedido con un insulto a mi madre. Forcejeamos, él tiró la cartera y lo solté, pero entonces vinieron dos de los buenos y le pegaron hasta cansarse. Finalmente, como diría el policía, se dio a la fuga.

La señora llegó a donde estábamos y alguien le dio su cartera. La miré como un libertador y le dije: "Ya está, señora, no pasó nada". Esperé las gracias, infructuosamente. La señora me miró ingrata y se fue como el ladrón. Y yo me retiré de escena con Gonzalo, como el héroe a quien nadie conoce y nadie agradece, mientras la ciudad volvía a la calma gracias a mí.

Además de los episodios relatados, tengo un rico anecdotario en canchas de fútbol, con policías y ladrones. Pero eso ya es otra historia, que quizás nunca relate en este espacio.

No hay comentarios.: