16 de febrero de 2008

HISTORIAS DE LADRONES

En tiempos en que tanto se habla de la inseguridad, repaso mi biografía callejera y encuentro que es rica en experiencias con los amigos de lo ajeno.

La primera fue a los trece años, cuando andaba con unos amigos por la plaza de Las Heras y Pueyrredón. Divisamos a lo lejos un grupete que nos observaba, en el centro de la plaza. Eran las once de la noche. Cruzamos recelosos y de repente vimos que se levantaban y empezaban a caminar hacia nosotros, a unos treinta metros. Nos dimos al escape, y este servidor quedó algo rezagado, por lo cual era el objetivo número uno de los indeseables.

Corrí dos cuadras con uno de ellos pisándome los talones y el más adelantado llegó a tirarme un manotazo que me rozó el cuello de la camisa, mientras lanzaba un alarido triunfante (e irreproducible). Pero se había equivocado: en ese momento me transformé en un personaje de los dibujitos, de esos que en el aire toman carrera y vuelan dejando humito. Corrí, corrí y corrí con alas en los pies, más rápido que nunca en mi vida, y crucé Las Heras sin siquiera mirar a los costados. Solo escuché algún bocinazo poco amistoso, pero yo estaba más apurado que el molesto conductor.

Esa noche se acabó mi infancia callejera. Ya no había solo amigos y buena gente en ella. Un tiempo después me vi corriendo de nuevo con mi amigo Gonzalo por Bustamante y Santa Fe, pero esa vez ya estaba más entrenado y ni siquiera sentí que la patota que nos perseguía tuviera alguna posibilidad de alcanzarnos.

Dos años después, a los quince, yo ya cadeteaba en los veranos para ganarme unos pesos. Y en una de esas mañanas calurosas, cruzando la 9 de Julio por Paraguay con solo un Nesquik en el estómago, me interceptaron dos individuos con sonrisa de "Tenemos el dos de espadas y vos un cuatro de copas". Me exigieron la poca plata que tenía y uno de ellos me preguntó si me había quedado algo para viajar. "Te lo acabo de dar a vos", le contesté, y entonces, insólitamente, me respondió: "Bueno, te voy a prestar". Y me dio unos centavos para un colectivo. Es decir, me prestó mi propio dinero. "¿Todo bien", me preguntó en son de despedida. "¿Y qué querés que te diga?", le dije, y se alejaron felices y sin vergüenza. Llegué a mi trabajo y mi jefe se burló de mí cuando le relaté mi experiencia: "Bueno, ya tenés algo para contarle a tus amigos", me dijo. Sentí que mi jefe era un estúpido, y por piedad no escribiré su nombre aquí.

Así fue mi primer asalto serio, aunque nunca supe si estaban armados. Me inclino a pensar que no.

El segundo fue en marzo del 93. Yo volvía de la Biblioteca Nacional, muy concentrado en el bravo examen del día siguiente, por la barranca de Azcuénaga, frente al cementerio de la Recoleta. Y casi en la puerta de uno de los "hoteles" que allí se encuentran, me agarraron dos muchachotes por atrás. Uno de ellos me dobló el brazo para atrás y con el otro me tiró la cabeza para abajo, con lo cual no podía verles el rostro. Me sacaron los "wall-man" (traducción malviviente de "walkman) y la poca plata que tenía encima. Una semana después me los volví a cruzar, mi intuición me dijo que habían sido ellos los de siete días atrás, y uno me miró y también me reconoció. Di la vuelta a todo el cementerio y uno de ellos me salió al paso. "Hoy no te voy a dar nada", le dije, y solo me arrancó los auriculares y me fui. Tampoco vi arma alguna en esta segunda ocasión.

La tercera fue mucho peor, fue armada y fue también digna de risa, pero la dejo para la próxima.

3 comentarios:

ihc dijo...

HOla nACHO!Pasé por tu blog y de paso promuevo el laburo q toy haciendo. De a poco vamos avanzando...
Espero q no se me relacione con el título en cuestión.

www.laser-show.com.ar date una vuelta si querés.
Saludos a la oficina y tengo q confesar q "el mundo" lo tengo en mis manos!
besos

Kluivert dijo...

Bambi, mi historia con los ladrones se reduce a cuando tenía unos doce años y caminaba con unos amigos por Liniers.

De repente dos tipos de unos veinte largos nos pidieron un peso y después de negarnos nos pidieron directamente todo. Nos convenía el peso, evidentemente (?).

Me acuerdo que a uno de mis amigos le sacaron las zapatillas y se fue en medias hasta la casa. Vivía en Flores, los colectiveros no lo querían dejar subir por estar en medias. Finalmente, uno de buen corazón accedió.

A mí también me pidieron las zapatillas, pero me hice el boludo y me las desaté despacito, tanto que se cansaron y se fueron sin sacármelas.

El Bambi dijo...

Kluivert, tu pequeña historia de zapatillas me da pie para la segunda parte de esta saga apasionante.

Próximamente en este espacio.