9 de mayo de 2007

EN UNA NOCHE MILENARIA XVII

Una noche de enero es ideal para un paseo en Buenos Aires, y especialmente con una buena cena en el estómago.

Le dije a Paula de ir a aquel lugar que ya he mencionado: "El Café de la Esquina", en Uriburu y Las Heras. Caminamos por Arenales, Montevideo y Las Heras, hablando animadamente de la vida y sus anécdotas.

Nos sentamos a una de las mesas de madera, contra el ventanal que da a la avenida. Un café para ella, una Coca para mí, con mucho hielo, por favor. Yo sentía que la situación no daba para más, uno conoce sobradamente ese pantano donde empieza a meterse cuando las palabras sobran y los silencios crujen. Y yo, además, nunca he sido amigo de guardarme los sentimientos en mis alforjas.

De repente, tomé una servilleta y comencé a escribir. Quería sugerir, antes de decir. Ella me miraba, con sus ojos cristalinos. Y escribí, y la miré, y le pasé la servilleta y la birome (que igual que en el colectivo, llevaba en mi bolsillo), y ella también escribió.

No guardé esas palabras, se han perdido para siempre. Solo recuerdo algo así como "donde el ser se fundió con la utopía", y eso era lo que yo sentía exactamente. Yo ya tenía la certeza, como he dicho, de que esa mujer era perfecta, porque me completaba sin saberlo aún, con su aire algo ingenuo, su paz en el habla y su pureza en la mirada.

Igual que una semana antes, se levantó para ir al baño y me dejó solo con mi remolino de emociones. Miré por la ventana. Allí afuera estaba todo lo que iba a dejar, o lo que iba a reencontrar al salir, pero transformado. Se apagaban las luces de esa ciudad hostil y desconfiada, y titilaba ya otra luz, desconocida para mí.

Y otra vez ella volvió, y se sentó, y con ella el mundo ante mí.

Desde el pasado, mis ancestros me contemplaron imperativamente, asomados a sus hogares distantes y definitivos. El destino se agolpaba, y yo mismo creía verme reflejado en un patio de colegio, redonda al pie, rodilla magullada, esperando mi decisión para seguir el partido. Desde el futuro, los rostros infantiles de personitas que hoy conozco o adivino se insinuaban suplicantes, pero casi tiranos. El reloj se detuvo también, porque no hay tiempo donde la eternidad se presenta prepotente.

Y entonces yo, que nunca antes había pronunciado la sentencia, la proclamé a tu vida entera: "Me enamoré".

No entendiste de qué hablaba, miraste hacia atrás, a donde yacían mis dudas de otrora. Pero volviste a oírme: "Me enamoré". Y mis ojos te eligieron para siempre, y en tus labios dejé mi alma rendida, en el descanso inédito de un guerrero feliz.

3 comentarios:

Anxie dijo...

http://lamolecine.blogspot.com/

Anónimo dijo...

Lo que escribimos esa noche lo tengo bien guardadito, y no fue en un a servilleta como mal recuerdas, sino en un block de esos que había en cada mesa del Café de la Esquina!!! Con hojas amarillas y el logo del bar:)
Tus manos tomaron mi rostro y me diste un besote mientras yo pensaba... ojalá que sea verdad!!!

Anónimo dijo...

Fantástica y preciosa historia.

Lo del guerrero feliz le habrá encantado a Paula, eso nos encanta a las mujeres, tener un guerrero guardíán y protector.