11 de abril de 2006

SACAMUELAS

Hoy fui por segunda vez en ocho días al dentista. Era la última caries que me quedaba por eliminar. Pensaba que esta vez sería más llevadera, que el malvado señor al que había entregado mis dientes una semana atrás habría hecho primero el trabajo más difícil. Me equivoqué.

Es curioso el proceso psicológico que sigue la propia cabeza en ese antro de tortura. Lo llaman a uno por el nombre y el profesional se acerca y le da la mano. Entonces uno lo mira con cara de "No tengo mucho tiempo para esto, hacela fácil", y se encamina al consultorio.

Uno cree que domina la situación, pero una vez que las propias asentaderas tocan el sillón maldito, se resigna una vez más a ser carne de cañón (o en este caso, de torno). "Estoy para una siesta", le digo yo, intentando negociar un poco de paz, y el señor me contesta: "No sos el único", con lo cual me preocupo un poco por los efectos que su falta de sueño podrá tener sobre mi boca. Mientras tanto, el profesional se ha colocado esos lentes amarillos estilo Bono, que parecen más apropiados para un obrero trabajando sobre las rocas en una mina de diamantes. En este caso, la mina es mi boca y la piedra es mi muela.

El dentista observa el desgraciado diente y concluye: "Una flor de caries". Entonces uno se prepara para lo peor, y él se alista para lo mejor. Porque a él le gusta lo que hace, y eso es terrible.

Primero ese aparatito que es como una manguera de aire y despeja la zona. Después es el turno de la anestesia, que la semana pasada me tuvo sin el sentido del gusto hasta las tres de la tarde. Le advierto esto al dentista, y me dice: "Tenés circulación lenta". Omito mi respuesta mental a su reflexión.

Aparece, inexorable, el torno, esa picana dental antipática ante la cual uno se siente ultrajado y desprovisto de todo poder de decisión en la circunstancia de padecimiento que se vive. En mi caso, hoy no fue un torno sino dos, el segundo aún más grande y causante de vibraciones tremendas en toda mi cabeza.

Yo pienso en este sádico que ha dedicado su vida a los dientes y en el mago que animó el cumpleaños de mi hermano y nos hizo asombrarnos y reir a la vista de sus trucos. Me pregunto cómo es posible que pudiendo haber sido mago como aquél, el hombre que tengo sobre mis fauces haya preferido ser dentista.

"Enjuagate", me dice como al pasar. Y yo hago dos buches, lo más lentamente posible para alargar el recreo de tres segundos.

El tipo disfruta con su labor artesanal, me hace comentarios a los que yo estoy imposibilitado de contestar porque ahora me ha insertado un palo metálico de unos 3 centímetros, para fijar la pasta con la cual cerrará la puerta a microbios vengadores de los que acaban de fenecer. De repente ¡se va! Algo ha ido a buscar, y yo me quedo solo con mi sufrimiento. Es quizás su oferta para escapar, como cuando en las películas le dejaban la puerta abierta cinco segundos al prisionero para dejarlo huir. Pero uno sabe que si huye inevitablemente deberá volver, porque están arreglando la herramienta con la cual come asado, pastas, helado, tostadas, ensalada Waldorf, cereales, etcétera.

Otro aparato ahora, con una luz naranja como de pistola de la Guerra de las Galaxias. Yo confío en que ese es el último paso, pero repentinamente se da cuenta de que ha dejado un cabo suelto y oigo nuevamente, con horror, el ruido del torno (por suerte, el más pequeño). "Es solo un toquecito más", se disculpa el dentista al ver la expresión de mi alma quebrantada, dibujada en mi rostro.

Finalmente, me ordena: "Mordé". Cuando te dicen esto, quiere decir que quieren comprobar si te han dejado parejo ese diente con el resto. Por supuesto, en mi caso se ha pasado de rosca con la pasta, y entonces tiene que meter no sé qué hilo mágico y manipular sobre la víctima.

Por fin, muerdo bien. "Enjuagate", me dice por última vez. Y entonces me levanto rápido, firmo presto donde hay que firmar y le doy la mano porque soy cortés.

"Venite a hacer un chequeo en 4 o 6 meses", me dice sonriente. Y yo pienso: "En 4 o 6 años me vas a ver", y él lee mi pensamiento.

Abandono el lugar despavorido y me cruzo con un mozo que lleva una bandeja de café y medialunas. Vuelvo al mundo normal.

Posdata: La imagen que acompaño pertenece a Gerrit Van Honthorst, pintor holandés de la primera mitad del siglo XVII y contemporáneo de Pieter Rubens. Ellos la pasaban peor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Desde los 8 años que " ODIO " al

dentista, por diferentes motivos.

1_ A los 8 años me pusieron

aparatos, con todo lo lindo que

uno queda con esos alambres

clavados en los dientes, pero

antes me sacaron 4 MUELAS porque

me dijeron que los dientes se

iban a acomodar. Lo positivo es

que mi viejo me compraba HELADO

por cada muela que me sacaban

LO PEOR FUE HACE 2 AÑOS CON LA

MUELA DE JUCIO, PARA COLMO ME

PARTIERON LA MUELA Y LA ANESTECIA

QUE NO SE ME IBA NUNCA..


COMO DIRÍA EL PITUFO GRUÑON

" ODIO A LOS DENTISTAS "

Anónimo dijo...

El editor nos cuenta sobre su visita al dentista.

Es increíble cómo una misma experiencia puede generar sensaciones tan antagónicas en distintas personas. Déjenme contarles sobre mis visitas al dentista, y entenderán.

Es curioso el proceso psicológico que sigue, al menos, mi cabeza cada vez que entro al centro odontológico (que no nombraré). Me llaman por mi nombre y lo veo, esperándome al lado de la secretaria, con su pelito al cuello, su piel bronceada y, con una sonrisa que acompaña con un guiño, me indica el consultorio al que debo ir. Entonces lo miro con cara de “tomate todo el tiempo que quieras para esto, podría tener todo el día para vos”, y lo sigo hasta donde él quiera.

Yo creo que domino la situación, pero una vez que me siento en el bendito sillón comienzo a perder el control de mi misma, al darme cuenta que, ‘si Dios quiere’, seré carne de cañón. Pero es ahí cuando empiezo a decir incoherencias como “qué lindo día, no?” cuando veo que sus brazos empiezan a rodearme para ponerme el babero (que oficialmente sirve como accesorio médico, pero en mi caso podría tener otros usos también).

Y acá viene la parte donde definitivamente entro quisiera lanzarme sobre su cuello: se pone el barbijo y me mira con esos ojos verdes que me anestesian automáticamente. Quédense tranquilos, soy una dama y lo que acabo de confesar sólo queda en mi pensamiento; mi comportamiento es absolutamente moderado.

Y ahí empieza el trabajo de él, que es mi deleite. ¿Si sufro, si me duele o me molesta? Y qué se yo. Durante su trabajo estoy absorta, tratando de no decir lo que pienso y de disimular que me ruborizo cada vez que me mira..

“Enjuagate”, me dice a mi también. Pero yo lo hago rapidito, no vaya a ser cosa que esos segundos me quiten tiempo después para seguir mirándolo, o para entablar algún tipo de diálogo quizás.

Y charlamos. Claro que charlamos. De la vida, las vacaciones, su casa, la mía, mi hermana (porque mando a todo el mundo a que lo conozca y que vea lo bien que está). Hablamos mucho, y la charla me gusta lo mismo que su compañía. Tiene una de esas voces entre suaves y disfónicas. Pareciera que estoy hablando de un pop-star, verdad?

Acordamos un nuevo horario y abandono el lugar. Ni salgo despavorida ni me quiero cruzar con nadie. Salgo como flotando y con una sonrisa, porque tener a un dentista así es un placer. Y no exagero al decir que, de yapa, es buen profesional. Aunque, a estas alturas, ¿a quién le importa?.

NOTA: al compartir datos de los respectivos odontólogos, descubrimos con el editor que vamos al mismo centro odontológico. No sé que pasará con estas líneas, o qué futuro tendrá mi buen nombre ahora que él sabe quién es mi dentista, pero no quería dejar de compartir mi experiencia.

NOTA II: Esta es una versión naif de mi real pensamiento sobre mis visitas al dentista, pero por una cuestión obvia, es lo único que podría publicar. A buen entendedor...

Anónimo dijo...

Hace una semana me extrajeron dos muelas del juicio.
La superior izquierda (supernumeraria además) y la inferior izquierda, que era enorme y costó un buen rato sacar.
Para sacarme las dos muelas, me abrieron las encías, de modo que tengo unos cuantos puntos.
Todavía me dura la hinchazón y sigo tomando purés.

Mi anestesia me duró, gracias a Dios, casi un día entero o más.

En fin. Hasta hace cuatro días la gente lo pasaba mucho peor: sin anestesia, sin analgésicos, sin antibióticos, sin utensilios odontológicos depurados...
Además, me sale casi todo gratis porque me sacaron las muelas en la Sanidad Pública (Hospital Gregorio Marañón de Madrid). Lo único que he pagado es la mitad del coste de las medicinas, por aquello de la Seguridad Social.