27 de junio de 2008

DEFENSA DEL COLECTIVERO

Existe en Buenos Aires una raza de señores que manejan grandes vehículos de hierro y plástico, ante volantes imponentes que parecen timones de barcos piratas como los que comandaba Sandokán. Tan grandes son, que sus dueños circunstanciales suelen reposar sobre ellos en algún que otro semáforo en rojo, si no les toca manejar el extraño teclado que provee de boletos a los nuevos pasajeros.

Me estoy refiriendo, claro está, a esos individuos que cumplen una función esencial en la sociedad porteña, y lo hacen a costa de quejas, insultos y desprecios desde el interior del bólido, y también desde sendas peatonales, taxis insolentes y coches "particulares" (adjetivo éste un tanto ambiguo). Los colectiveros sufren los mandobles verbales (y también escritos) a diestra y siniestra, pero nadie alza la voz por ellos. Es, pues, mi propósito remediar desde este humilde rincón lo que entiendo una injusticia.

Es cierto que los choferes de colectivo andan a veces de mal humor, o que pasan de largo en el momento menos indicado (aunque en el caso de quien esto escribe, fue en el más oportuno de la historia). También es verdad que regulan la velocidad de acuerdo a los tiempos que les exige la empresa. Y podríamos seguir con varios defectos que encontramos en esos seres humanos generalmente vestidos con camisa azul y pantalones oscuros. Creo que la peor acusación que puede recibir un colectivero es la de manejar mal. Pero los colectiveros son parte de Buenos Aires, y no tienen buena prensa pese a que posibilitan el viaje de miles y miles de porteños cotidianamente.

Seguramente, en mis apreciaciones estoy influido por mi experiencia personal. Fue un colectivero el que pasó de largo el día en que conocí a Paula, y fue otro el que le permitió subir aún cuando no le alcanzaban las monedas. A veces pienso que esa noche, todos los colectiveros de la línea 60 eran el mismo...

En mi época de sufrido pero feliz cadete, me gustaba viajar en colectivo por la ciudad, y conocer rincones que nunca había visto antes, como la Basílica de Nueva Pompeya, a donde iba seguido para llevar cosas a un lugar de la calle Beazley. Ese viaje era uno de mis preferidos, porque cruzaba Boedo y además me permitía dormitar un rato acunado por el empedrado de esos lares.

Siempre saludo al subir al colectivo. A veces no se dignan contestar, y otras me miran enmudecidos por la sorpresa. Pero las más de las ocasiones, me responden el saludo desde su trono tan porteño.

Mi primo Carlitos se reencontró en la línea 108 con un compañero de colimba, de nombre Ader, que había hecho carrera como colectivero. Tuvo el privilegio de viajar en el estribo hablando con su viejo colega, algo que yo nunca he logrado pese a que me habría gustado. El que viaja en el estribo es como un observador que está más allá de boletos, monedas y asientos vacíos. En muchos colectivos han aparecido carteles pidiendo que ningún pasajero viaje en el estribo junto al chofer. "No comprometa al conductor", reza el aviso. Puede deducirse de ello que en algunos casos, el supuesto amigo no es más que un cargoso al que el chofer prefiere comunicarle vía la patronal que no lo soporta más, porque viaja de garrón y no para de decirles cosas a las mujeres agraciadas (y no tanto) que suben al mundo de 20 o 30 asientos. En el caso de mi primo, fue el mismo Ader quien lo invitó a ubicarse en el estribo, así que no quedan dudas.

Algo que valoro en los colectiveros es su inquietud por la estética de su inmensa mascota metálica. Osos de peluche, Cristos con palomas que los sobrevuelan y la banda roja que los hace parecer de River, estampitas de San Cayetano o la Difunta Correa, poesías de Juan Salvador Gaviota, muñequitos colgantes con resorte (estos son de mis favoritos, igual que las pelotitas plateadas de boliche), perritos que mueven la cabeza, muchos espejos revestidos de más peluche, luz negra o roja, dados rojos con puntos negros, o carteles con refranes chistosos, son algunos de los recursos que aprovechan para adornar implacablemente su tablero. Ese tablero que parece ser el sueño de muchos para su propio auto, con tantos botones y lucecitas como puede abarcar la vista del conductor. Un elemento esencial, que comparten con los tacheros, es el asiento masajeador, que puede ser de bolitas de madera o de simples tiras de plástico flexible.

En los últimos meses, suelo tomarme un 184 que pasa siempre a la misma hora, y a la vuelta del trabajo, es un verdadero bálsamo para el espíritu agotado. El tipo lleva la luz negra y una música de Genesis o Pink Floyd que eleva los pensamientos a esferas alejadas de la dura jornada laboral. En alguna ocasión, me ha costado levantarme para tocar el timbre y dejar ese pequeño recreo móvil sobre el empedrado de Colegiales.

En las discusiones airadas entre el colectivero y alguno de los pasajeros, siento que los neutrales tienden injustamente a estar del lado del cliente. Pero en muchas ocasiones, comprendo a ese trabajador que lleva horas y horas manejando y escuchando quejas que no son más que descargas de frustraciones con los que no tiene nada que ver. Entonces, cuando una señora ya madura se queja a viva voz porque el señor no ha parado donde debía después de haberle tocado cuatro veces el molesto timbre, sé que quizá la razón esté de su lado, pero no puedo evitar una leve simpatía hacia ese chofer distraído que está harto de ser el blanco de tantas tensiones ajenas. Al fin y al cabo, seguro que esa señora le ha robado el asiento a alguno que se lo iba a dar pero ni siquiera tuvo tiempo porque ella se abalanzó sobre lo que era de otro, con la especulación de que a los ojos de los demás pasajeros, ella tiene siempre el privilegio. Entonces, cuando esa señora pasa de largo y tiene que caminar un poco por culpa del colectivero, sonrío por dentro y le deseo a la señora un buen arribo a casa.

Los colectivos tienen ese no sé qué, como Buenos Aires misma, que está toda rota, es ruidosa y a veces nos trata con desdén. Pero la queremos igual.

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