8 de agosto de 2006

VALENTINA CUMPLE 6 MESES

Escribo mientras mi hija menor llora hambrienta. Ese ser pequeñísimo que seis lunas atrás se vio de repente en manos de un extraño como su padre, ahora le sonríe, le hace ojitos y le tira los brazos. Se ha acostumbrado a pasar sus mañanas con su papá, que no es tan generoso y paciente como su mamá, pero hace un esfuerzo para que su existencia sea lo más amena posible mientras llega el ansiado mediodía de vuelta a casa.

Observar el crecimiento de un bebé es una actividad maravillosa, más aún si se trata del propio hijo. No caeré en lugares comunes: ser padre es algo indescriptible. El momento en que ese bebé inocente e indefenso abre sus brazos al mundo en su nacimiento es el momento en que el universo se vuelve bueno, dulce y tierno en el corazón paterno, e incierto y agresivo en la cabeza que todo lo quiere prever.

No existe un instante similar a aquél en que uno acompaña a su hijo para que le hagan las primeras pruebas. La madre, exhausta y feliz, ya ha cumplido con su primer cometido. El del padre empieza ese día en ese minuto milagroso.

El mundo se detiene y nada vuelve a ser igual. En el silencio imponente de la creación, el llanto inaugural de un hijo quiebra el orden dispuesto por el hombre y dibuja un Dios sobre una cunita. Desde esa inocencia desnuda, la vida grita su victoria de siempre.

He terminado esta columna. Valentina duerme serena.

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