25 de noviembre de 2012

LA ESPAÑA DE FERNANDO GÁLLIGO

A todos nos han enseñado en el colegio a admirar a ciertas personas, por distintos motivos. Son héroes de cuya vida se ha hecho una biografía pública, llena de logros y valores que, se supone, debemos imitar. Pero cuando volvemos a la intimidad del hogar, allí donde nadie nos impone condiciones, allí están nuestros héroes, los que influyeron en nuestras vidas de un modo definitorio, quizás repentino, de seguro providencial. En mi caso, uno de ellos es Fernando Gálligo Fanlo.

La primera impresión que tuve de él, en ese abril del 95, fue inmejorable, aunque paradójicamente se debió a que no estaba en su casa cuando llegué a Madrid. Y no estaba porque se había ido al Bernabeu a ver al Real Madrid, el equipo del que él era socio y con el que yo había simpatizado toda la vida, más allá de mis sagradas fronteras sanlorencistas.

Llegué a su edificio del Paseo de la Castellana 132, directo de Barajas en un taxi cuyo conductor hacía gala de su hispanidad con vocablos tales como "cebolludo", dirigidos, claro está, a los conciudadanos que no interpretaban correctamente sus volantazos arteros. Así pues, esperé a mi anfitrión conversando con su portero, y llegó Fernando, conforme con la victoria del Merengue. Por fin conocía a aquel hombre amigo de mi padre que en mi casa, y sobre todo en mi mente, había sido casi una leyenda, siempre lejana y del otro lado del océano, y que ahora estaba sentado frente a mí, examinándome y explicando que tenía un problema con la vecina de abajo por la filtración de su ducha. Era humano, pues.

Fueron unos pocos días que me alcanzaron para decidir que ese hombre reunía en sí la esencia misma de la España vieja, la hidalga y utópica que tantos poetas habían cantado en el Siglo de Oro. Fernando me habló de su juventud compartida con sus hermanos, con mi padre y con mis tíos, y con los allegados que quisieran reunirse en el sótano de Charcas y Pellegrini, o en la taberna vasca de San Telmo, o en tantos otros rincones de la Buenos Aires de los años cincuenta, cuando la juventud brillaba en sus corazones y la lejanía de la convaleciente España se sentía menos. Al fin y al cabo, la otra patria es la que ocupan la familia y los amigos.

Fernando me aleccionó, en los días de mi paso por la ciudad de los reyes, sobre los Austrias y los Borbones, mientras volvíamos del Escorial o nos tomábamos una caña en la Plaza Mayor. Me llevó a ver las tumbas de los grandes monarcas, los que él cuestionaba por las guerras vanas que habían librado en Flandes, y el consecuente descuido que dos siglos después pagarían en las Américas.

Más acá de las dinastías reales, el agua sobre la vecina hizo crisis el día que Fernando se afeitó sigilosamente y se fue al bar de la esquina a desayunar. Y yo, inocente ave de paso, recibí la furia verbal de la perjudicada por el goteo incesante. "¡Ya le he dicho mil veces que llame al fontanero!". Así pues, mi anfitrión me llevó a la ciudad deportiva del Real Madrid, donde lleno de dicha me duché de contrabando, mientras él le daba conversa al utilero. Tengo la gorra, la camiseta y la bufanda que allí me compré para reafirmar mi fe madridista aun en tiempos como el actual, cuando parece que no ser del Barcelona de Messi es una herejía. Lejos de mí nadar con la corriente.

Volví a ver a Fernando en un segundo viaje, en el 98. De allí me quedó un café o cerveza en el Bar Gijón y una conferencia de Julián Marías en la Bolsa, en la que el verdadero protagonista, para mí, fue Fernando. Que quede claro: era gozoso escuchar al sabio filósofo, pero el motivo de mi presencia allí era vivir Madrid con este hombre que amaba su ciudad y su país.

En uno de nuestros diálogos, en los que él me hablaba de la vida, del amor y de bueyes perdidos, le pregunté: "¿Por qué no te casas?". "Pues sí, la verdad es que podría hacerlo", me respondió. Y efectivamente, lo hizo con Pilar, su compañera de tantos años, a quien recuerdo cada vez que me tomo un tardío vaso de leche a modo de merienda, y después una cerveza previa a la cena. Cierta vez, en su casa del Barrio Serrano, observó que Fernando me ofrecía una cerveza y yo acababa de tomarme un yogur. "El alcohol le va a cortar el yogur", dijo Pilar. Creo que opté por brindar igual, sin consecuencias que lamentar.

Después de aquellos viajes, nos mantuvimos en contacto por cartas. Disfrutaba él de mis detalladas crónicas, que leía en voz alta a Pilar. No logré que viniera a mi casamiento en 2002. La última vez que hablamos fue el día que España ganó su primer Mundial, en 2010. Me llamó eufórico, y yo también lo estaba, porque a veces los sentimientos son transferibles. La conversación derivó en los cambios que había experimentado mi vida en la última década, y la felicidad que eso me traía. "Tú sí que no has perdido el tiempo", me dijo.

Recuerdo aun su elocuente sorpresa al saber que yo no había llevado ni saco ni corbata para ser el padrino en el bautismo de mi ahijada, Luján. Ahora, desde aquel universitario algo bohemio que él había conocido hasta este padre de familia -no por eso menos bohemio- que oía por teléfono, había corrido mucha, pero mucha agua bajo el puente.

Las miradas que tenemos de ciertas vidas ajenas pueden tener algo de autobiográfico, porque en ellas seleccionamos aquello que identifica nuestros ideales. En Fernando Gálligo encontré a un costado familiar que ignoraba por completo, aquél que pedía permiso en mi ser sin que yo supiera hasta ese entonces a quién o qué atribuir. En esos días en que me ausenté de los circuitos conocidos, redescubrí a una familia completa. España me habló.

Ciertos elegidos se me hacen como aquel perro de Goya que, hundido en la arena, sigue aullando, terco ante su visible desventaja. A pesar de todo, el perro allí se ha quedado, eterno en la pintura goyesca, y nunca será sepultado. Fernando es uno de ellos. La España que él quiso es la que sigue viva, amenazada por la urgencia y el dislate, pero victoriosa en su Quijote.

A ese torero tenaz con nariz de zorro y vozarrón de caballero español va mi saludo en estas líneas, las que he escrito como cada una de las crónicas que tanto disfrutó. Así sea.