31 de julio de 2008

LA VIDA QUE DEFINE ES LA PRIVADA

Anteanoche volvía de comer con mis amigos en "De Olivas i Lustres", un lugar al que ya había ido con Paula y recomiendo para cualquier ocasión, y pensaba en que lo más importante del día había ocurrido en esa mesa con seis comensales. Después de un tiempo no demasiado prolongado, seis personas que nos conocíamos desde hace por lo menos 25 años habíamos compartido pensamientos, anécdotas y bromas de calibre diverso. En ese rato de relajo y conversación, cada uno se había reencontrado consigo mismo, ese que a veces perdemos de vista en la vorágine cotidiana de reuniones, trabajos y quehaceres varios.

Después llegué a casa y contemplé en silencio, como hago cada noche en que vuelvo tarde, a mis tres hijos y a Paula, que dormían en una paz absoluta.

En homenaje a esos amigos -casi hermanos- con los que compartí mi cena del martes, traigo aquí a un autor con el que el colegio martirizaba nuestra adolescencia en horas de clase, que nosotros soñábamos con transformar en ratos interminables de fútbol. Se trata de Gilbert K. Chesterton, a quien aprendí a valorar cuando mis razones fueron más maduras y mis opiniones más autónomas. Dice este escritor inglés, nacido en Londres en 1874:

"El lugar donde los niños nacen, donde los hombres mueren, donde el drama de la vida mortal se representa, no es una oficina ni un comercio ni un despacho. Es algo mucho más pequeño en tamaño y mucho más grande en alcance". Volveré a citar a este señor para referirme a otros temas que rondan mi cabecita, pero en este punto, esa es la frase: el hogar, la mesa, los afectos son los que definen el pleito en esto que llamamos vida.

La vida privada es esa cueva a donde entran unos pocos. No, desde ya, los jefes o los vecinos del consorcio (que a veces motivan mudanzas intempestivas porque violan la paz del hogar). Tampoco los amigotes de la noche, o los colegas del club que nos ven en pantalones cortos rumbo a la cancha, y con suerte piensan que somos buenos tipos. Tampoco el carnicero amigo, o el kioskero que nos espera factura en mano, o el colectivero que pone Pink Floyd cuando subimos. Mucho menos los que tenemos en nuestra libreta de contactos para hacer negocios. Estos personajes pertenecen a nuestro escenario público, donde actuamos de acuerdo a nuestra esencia pero también a las circunstancias que demanda la ocasión. Nunca le diremos a un cliente: "Hoy dormí hasta las doce", así como a Javier, el carnicero, tampoco le hablaré de Goya y las Pinturas Negras, salvo en un caso bastante excepcional. Y no porque no haya en el mundo de estos señores pensamientos o inquietudes semejantes, sino porque lo que define nuestra comunicación con ellos es otro código.

El rincón del mundo en el que nos reencontramos a nosotros mismos es el de la familia y los amigos (y cuando digo "amigos", digo "amigos" y nada más que eso). Ellos habitan nuestros recovecos más secretos y saben de nosotros lo que nadie más sabe. Y serán ellos siempre los que estarán allí cuando las cosas importantes ocurran. Vale tenerlo en cuenta cuando apenas llegamos a fin de mes y nuestro trabajo (o desempleo) se hace difícil de sobrellevar.

La vida más importante es la privada, y a partir de ella se define todo lo demás. Nada como un rato de soledad con uno mismo, es decir, con aquellos que son parte de nosotros. O lo que es lo mismo: cuando nos miramos al espejo del círculo íntimo y ¿nos reconocemos?

25 de julio de 2008

EL SUPERAGENTE 86 Y DOS DE COLECCIÓN

Ya le habíamos rendido homenaje a Maxwell Smart en este espacio, pero no puedo evitar compartir con el amigo lector estos tres bloques brillantes de la serie. Los razonamientos que hacen él y su colega hawaiano Harry Hu no tienen desperdicio. En el segundo (dividido en tres), Simón el Agradable, un personaje que a mis padres les divertía especialmente. O mejor dicho, les divierte, porque todos seguimos riéndonos solo con recordar cada capítulo. Aparecen en él la inefable suegra de Max y Dana Plato, el actor que en la década del 80 personificó al jefe de Mc Gyver. En este capítulo, el 86 y la 99 son papás.

Que los disfruten.






El otro día vi con satisfacción que ya está a la venta el primer DVD de la serie en español. Lo estaba esperando.

19 de julio de 2008

¿QUÉ HAN HECHO CON LOS LIBREROS?

Esta semana entré a una librería cuyo nombre guardaré piadosamente, y le pregunté al vendedor dónde podía encontrar libros sobre el mate. Después de mi segunda requisitoria (la primera no había sido exitosa, porque él estaba ocupado en charlar con la otra vendedora) me espetó: "¿Mate?", al tiempo que me miraba como si le hubiera preguntado por una palabra de algún dialecto indígena. Entonces le dije que nomás entrar había visto uno, pero que no me convencía.

Con repentino frenesí fue a la omnipotente computadora y tecleó la palabrita. Después fue a la sección para turistas y me mostró el libro que había divisado al entrar. "Ese es el que vi", le contesté, y solito me dirigí a la estantería dedicada a la cocina, donde había más de una obra sobre el tema. El muchacho, mientras, volvió a la computadora y después se metió presuroso en el depósito. Yo ya había decidido qué iba a llevar, y lo esperaba en el mostrador, cuando él volvió con el mismo título que yo tenía en la mano. "Hay varios de esos ahí", le dije señalando la estantería, que distaba dos metros de su ubicación. Pagué y me fui, mientras él volvía a su debate con la compañera sobre la situación sentimental de ella (en la cual sospecho que tenía algún interés inconfesable).

Mi padre, quien dirigía Ediciones Garriga en Buenos Aires, tenía un vendedor llamado José Veloso, quien pese a no poseer la formación cultural de un Borges o un Marechal, conocía cada libro de los que ocupaban las estanterías del local, en Paraguay 1300. En aquella época no existía un sistema de consulta informática, y los vendedores recordaban títulos y ubicación con precisión envidiable.

Veloso es una referencia de lo que para mí debería ser un librero, o un vendedor de libros si se prefiere. Una persona que conoce lo suficiente de lo que tiene para vender, y puede aconsejar al cliente sobre distintas opciones, con una mezcla de cultura general y chamuyo simpático pero noble.

Desgraciadamente, mis actuales visitas a las librerías se me hacen similares a las que hago al supermercado por necesidades más básicas, que no espirituales como en el primer caso. Varias veces he terminado mi visita explicándole al vendedor (agregar "de libros" sería demasiado ambicioso para su perfil), quién era determinado autor o de qué trata alguna obra. A veces me informan que el libro no está "en lista", y lo encuentro igual removiendo en los estantes. Otras veces les pregunto por un autor más o menos conocido y me miran absortos, como si les estuviera pidiendo la receta de la felicidad. Esto me pasó recientemente, por ejemplo, al buscar "Beau Geste", de Percival Wren, y "La Pimpinela Escarlata", de la Baronesa D'Orczy. Debo confesar que al deletrearles título y autor para su consulta en la maquinita, sentía vergüenza ajena. Algunos ni siquiera saben escribir "Poe".

Si para su fortuna encuentran el libro en ubicación precisa, lo entregan y con gran diligencia insertan un papelito con su nombre en la primera página, no sea cosa que se pierdan la comisión correspondiente y bien ganada al subir y bajar la escalera para traer la obra del depósito.

El librero es un personaje de Buenos Aires que tiene larga tradición, pero ha ido siendo reemplazado -comercialmente hablando, se entiende- por jóvenes y no tan jóvenes voluntariosos (con suerte, aunque a veces ni eso) que podrían vender un libro como también una hamburguesa o un par de zapatillas. Han hecho cursos de ventas exitosamente, y han ingresado en el mundo editorial como en un país donde se habla una lengua extraña, pero más o menos manejable para sus propósitos de llegar a fin de mes. Las librerías no parecen preocuparse por este estado de cosas, quizás porque los pasantes y los vendedores a secas reducen los costos.

Loados sean los libreros de antaño, que conocían cada libro de su negocio, no como a la palma de su mano, sino como a un potencial amigo de sus clientes. En cuanto a la gran mayoría de los actuales, seamos misericordiosos con su polivalente saber, como ellos lo son con nuestra molesta inquietud de lectores hambrientos. Quizás los desubicados seamos nosotros: ya vendrán tiempos mejores.

9 de julio de 2008

LA SERENIDAD DE MONET LEYENDO


Pierre Auguste Renoir (1841 - 1919) fue uno de los representantes más distinguidos del impresionismo, estilo así llamado después de que un crítico de arte francés se refiriera irónicamente al cuadro: "Impresión. Sol Naciente", de 1872, que era obra de Claude Monet. Fue Louis Leroy quien dijo que los nuevos artistas eran "impresionistas", en un momento de quiebre en la historia de la pintura, que ya no respondía solo a criterios de imitación de la realidad, sino a una introspección de quien contemplaba a la naturaleza y la interpretaba de acuerdo a sus propias percepciones. Fue Renoir el primero que incentivó el uso de la palabra "impresionismo" para describir al movimiento artístico que integraba, al convencer a un crítico de arte para que publicara una revista con ese nombre.

Renoir fue, de todos los pintores de esta corriente, el que buscó siempre dar una pincelada de alegría a todo cuanto observaba en los ambientes exteriores, esos que llenaban de color su estudio donde pulía sus obras pergeñadas en un parque o una playa.

Las exposiciones de los impresionistas en París fueron motivo de escándalo, pues como hemos dicho, ponían en duda a la academia clásica. Algunos de sus nombres fueron, además de Monet y Renoir, Manet, Sisley, Cézanne y Degas, el pintor de bailarinas. Una segunda corriente, también llamada post-impresionismo, sería encarnada por Gauguin y Van Gogh, aunque este último -de quien ya hemos hablado en este espacio- solo puede pertenecer claramente a su propia escuela.

Renoir tuvo con los años un regreso parcial a un estilo más clásico, en su búsqueda del crecimiento artístico de la mano de Rafael. "Ya no podía sentirme satisfecho con el impresionismo, que me parecía limitado", afirmó.

El cuadro "Au Moulin de la Galette" es uno de los más caros de la historia. Fue vendido en New York, en mayo de 1990, por 78 millones de dólares por la casa Sotheby's.

Renoir fue un buen amigo de Monet, y trabajó con él en dos etapas: en el verano de 1869, en la isla Saint-Michel, sobre el río Sena, y en 1874, también en la ribera del Sena pero en Argenteuil, lugar que ha quedado marcado como la referencia geográfica del impresionismo, porque en él pintaron varias de sus obras al aire libre, que constituían una innovación frente a la costumbre clásica de encerrarse en el estudio para trabajar. Renoir y Monet ya eran amigos desde su época de estudiantes, y tuvieron una tercera época de trabajo en común, cuando hicieron un viaje desde Marsella a Génova, en 1883. Los primeros años del siglo XX encontraron a Monet casi ciego pero aún activo, y a Renoir con una artritis que lo llevó a atarse los pinceles a las manos para poder seguir pintando.

Fue en Argenteuil, es decir, en la segunda época del trabajo común de Monet y Renoir (1872), cuando el segundo pintó el cuadro que hoy nos ocupa. Ambos pusieron sus caballetes en una línea y se pintaron el mismo motivo. La obra "Monet Leyendo" transmite al observador una sensación de serenidad absoluta en la quietud de ese hombre que lee plácidamente el periódico con su pipa humeante y su barba rojiza. El cuadro está expuesto en el Museo Marmottan-Monet de París.

Esta pintura me hace acordar a una visión que me ha acompañado desde mi infancia: mi padre siempre leyó y lee el diario mientras fuma la pipa, y así se concentra en su mundo en el que establece una rara intimidad consigo mismo, ajena al mundo exterior que lo aguarda. La pipa es una compañía silenciosa de reflexiones que rumia un espíritu siempre despierto.